1945 - En la mañana del bombardeo de Hiroshima - relata el señor Yamamoto: Iba en bicicleta cuando oí un ruido de aeroplanos. Pero no presté atención, porque en aquellos días estábamos habituados. Dos minutos más tarde vi levantarse una gigantesca columna de fuego en medio de terroríficas explosiones, como el estampido de mil truenos a la vez. Mi bicicleta fue arrojada al aire y yo caí detrás de una pared. Cuando pude trepar, vi una horrenda confusión, sentí una enloquecida gritería de chicos y mujeres, así como alaridos de personas seguramente malheridas o moribundas, Corrí hacia mi casa, advirtiendo en el trayecto gentes apretándose grandes heridas, otros cubiertos de sangre, la mayor parte quemados. Todos mostraban el pavor más grande que yo he visto en mi vida, y el sufrimiento más grande concebible. Más allá de la estación se veia un mar de fuego y todas las casas destruidas. Me angustiaba pensar en mi único hijo Masumi y en mi mujer. Cuando por fin logré llegar, entre escombros e incendios, hasta lo que habia sido mi casa, no habia más paredes y el piso estaba inclinado como por un terremoto, con pilas de vidrios rotos y fragmentos de puertas y cielorrasos. Mi esposa herida, herida, clamaba por nuestro hijo, que había salido para hacer un pequeño mandado. Lo buscamos por todos lados, en la dirección donde habia ido, hasta que oímos por ahí a un ser desnudo, casi sin piel, con el pelo también quemado, que gemía en el suelo, casi ya sin fuerzas para contraerse. Con horror le peguntamos quien era, y con voz apenas comprensible el desdichado murmuró con una voz extrañisima: Masumi Yamamoto.

De Abaddón el exterminador - Ernesto Sábato.


2014 - Tiene la edad de mi hijo. Mide poco más de un metro. Pero lleva en la mirada tres o cuatro vidas ya. Llora en silencio. Sorbe las lágrimas y parpadea con fuerza como queriendo borrar los últimos recuerdos. Las dos coletas de su negra melena se mueven al ritmo de su agitada respiración. La raya del pelo perfectamente hecha en el centro. Las gomas azules decorando su pequeña cabeza. Mira hacia los lados. En cualquier lugar donde ponga la vista encuentra lo mismo. Carreras. Sangre. Dolor. El sonido que escucha desde hace un rato también es el mismo. Carreras. Gritos. Dolor.

A su lado, otra niña de la misma edad. Pero ella no llora. Y parece que no oye. Parece que ha dejado de sentir lo que pasa a su alrededor. Tiene la vista fija en un punto del suelo. Pero no sabemos dónde tiene el pensamiento. Lleva también dos coletas. Están adornadas, en este caso, por dos gomas de color rosa. Lleva un único zapato. Rosa. El otro pie está descalzo apoyado en las baldosas antes de color blanco. Algunos de sus diminutos dedos tienen aún restos de barro húmedo. Entre las manos sujeta con fuerza algo parecido a un bolso. Quizá de su madre. Quizá de una profesora. Quizá el bolso es de la mujer que corre por el pasillo buscando respuestas y hallando solo más dolor y más gritos. Lleva en su regazo un bebé que debe tener días a juzgar por el tamaño. El bebé tiene manchas de sangre en el paño blanco que le cubre el cuerpo.

Unos metros más allá, un grupo de hombres rodea una camilla en la que acaban de depositar a una niña de unos 4 años. Lleva un chandal rosa y se retuerce de dolor. Patalea como puede. Con lo que puede. La pequeña agarra la mano de su padre, un hombre adulto que parece tan desconcertado y confundido como ella. No hay consuelo en ese apretón de manos. Solo dolor y gritos.

Otro hombre ha entrado corriendo con dos niños en brazos. Ninguno de los dos pasa del año de edad. Uno va desnudo. El otro lleva una camiseta roja. Los dos se agarran de manera instintiva al pecho del hombre que los porta. Imposible imaginar lo que sienten. Imposible sentir el desgarro y el miedo que se lee en su mirada. Imposible interpretar el desamparo. Solo tienen unos meses de vida. Solo.

La pequeña de las coletas con goma azul, la niña con un solo zapato de color rosa, la del chandal, el bebé con manchas de sangre, la madre que corre y el pequeño desnudo están en los pasillos de un hospital. Todos ellos, y los que no han sobrevivido al asesinato, estaban hace solo unos minutos en Beit Hanoun, en un colegio de la UNRWA, la Agencia de Naciones Unidas (que atiende a los refugiados de Palestina). El colegio que ha sido bombardeado. No hay un lugar seguro. Un colegio. Solo gritos y dolor. Es Gaza. Es el siglo XXI aunque no lo parezca.

@_anapastor - el Periódico  


SBD - 27.07.2014