Ayer fue un día histórico para Barcelona: los turistas no matan Barcelona, mueren por ella. A las seis de la tarde, cuando las redes ya difundían vídeos y fotografías escalofriantes, la Sagrada Família era un business as usual: turistas chasqueados porque las entradas están agotadas y turistas guardando cola.

¿No es acaso el triunfo de la consigna occidental de que los terroristas “no lograrán cambiar nuestro modo de vida”?

–¿No hay entradas para hoy? Vaya.

Es una familia francesa: matrimonio y dos hijos. Han llegado hoy en coche a Barcelona desde Montpellier y el periodista cree que ignoran lo sucedido.

–Sí, sí, ya lo sabemos. ¿Dónde podemos cenar hoy de tapas, por el centro? Nos han hablado del paseo de Gràcia...

Guillaume Julian y su familia esperan visitar hoy el Camp Nou.

No hay despliegue policial y sólo las sirenas de algunas ambulancia o el paso veloz de coches policiales evocan la tragedia, de la que casi todos tienen noticia. ¿Todos? No. La señora Amal, la cabeza cubierta, y sus dos hijos –el padre está aparcando–, no. Son de Tánger. Llevan diez días de viaje por España. “¡No es humano!”, comenta al darle la noticia. Ya no hace falta decir, como se decía en estos casos, que el islam no es una religión de guerra sino de paz. A fuerza de atentados, declaraciones y manifiestos, hay una tendencia natural a ahorrarse ciertas obviedades y formulismos, de la misma manera que ninguno de los numerosos turistas entrevistados de seis a ocho junto a la Sagrada Família despotrica, disculpa o comenta nada sobre los musulmanes, sobre si esto es una guerra, un choque de civilizaciones o, simplemente, gajes del turismo del siglo XXI.

–Este atentado es algo normal. Me sabe mal decirlo.

Erica y Ricardo son milaneses y tienen 24 años. El templo ha cerrado, a las siete menos cinco, en lugar de las ocho, de modo que no pueden visitar el recinto. Están sentados en una escalinata del ­acceso de la calle Marina y aceptan con naturalidad la situación, conscientes de que esta noche ­tocará recogerse pronto –ante­anoche descubrieron, encantados, las fiestas de Gràcia– y quizás mañana haya algún problema para tomar el vuelo de retorno a Milán, otra ciudad que algún día puede ser objeto de un atentado yihadista, Dios no lo quiera, tal como tantas veces tantos barceloneses presagiábamos lo que ha sucedido.

–¿Y ahora qué?

Es curioso que sea este matrimonio de EE.UU. el que peor cara haya puesto cuando a las siete menos cinco los vigilantes que controlaban el acceso a la Sagrada Família han anunciado el cierre del acceso al templo.

La noticia –bastante lógica y aún tardía– desagrada, desilusiona y desorienta porque hay quien –como el matrimonio estadounidense, sólo responde ella, Lori– quería hablar de su libro, recuperar el importe de la entrada –garantizado por los empleados, como un matrimonio joven turco– o conocer la Sagrada Família.

“He viajado a Barcelona sólo para visitar este templo, admiro a Gaudí. Qué decepción. ¿Mañana? Viajo a Roma”, dice, muy desanimado, Ricky Jap, un compositor indonesio de 44 años que vive en Holanda. Parece un niño abatido: tenía tanda para entrar a las siete de la tarde y se ha quedado a tres metros y unos minutos de una de las ilusiones, parece, de su vida. Está visiblemente compungido y uno no se atreve a decirle que el templo siempre seguirá aquí.

Para una guía ucraniana instalada en Salou desde el 2004 –Natalia, pide que no cite a su empresa–, el asunto es qué harán cuando salgan del templo la docena de compatriotas de un tour exclusivo. Visita de un día a Barcelona, de esas que algunos prohombres del país gravarían o prohibirían, tonterías que se dicen en agosto, que debía acabar en el espectáculo luminoso y musical de las fuentes de Montjuïc, cancelado anoche. “Siempre he pensado que este espectáculo era un objetivo ideal para los terroristas. Mira que aquí los cuerpos policiales han hecho una buena labor... Mis clientes saben lo que ha sucedido –son las seis y media de la tarde– y están preocupados pero no sorprendidos. Quizás iremos al parque de la Ciutadella o al Born”.

Con la interrupción de las visitas una hora antes de lo habitual, el barrio tan concurrido y turístico languidece.

–¿McDonald’s o KFC?

Esa duda plantea un padre de familia a su pareja y dos hijos que miran, de espaldas al templo, a ­izquierda y derecha de la calle Provença.

Baja la persiana el quiosco de la ONCE de la esquina con Marina.

–¿Le quedan ciegos para hoy?

–Ya lo creo...

Me llevo tres números (03941, 52693 y 43569). Jugar, supongo, es una forma de defender el modo de vida occidental, el que atacan los yihadistas que abominan del juego. Creo, también, que comprar lotería en días señalados es una estupidez pero muy nuestra. El vendedor de este quiosco cuenta que es un F-1 del sector porque los turistas juegan mucho pero no al cupón sino al rasca y lo hacen en una cuantía mayor a la de los locales. “Ayer, justo ayer, leía en la web Menéame algo sobre un posible atentado en Barcelona”. Entro y salgo corriendo de la web Menéame.

Ayer fue un día histórico para Barcelona: los turistas no matan Barcelona, mueren por ella.

JOAQUÍN LUNA,
lavanguardia.com