La humillación de un país o un sector de la población es energía en estado bruto, un nudo de potencias irracionales que en algún momento acaba desatándose, con menor o mayor virulencia. Que se trata de una fuerza peligrosa es una de esas lecciones que la historia no ha parado de repetirnos: la humillación es peligrosa porque puede escapar a todo control pero también por lo contrario, porque con frecuencia hay quien consigue manejarla y ponerla a su servicio. Esa lección tantas veces repetida sí fue atendida tras la Segunda Guerra Mundial, cuando se evitó cometer el error de un cuarto de siglo antes: frente a las reparaciones abusivas de entonces, la nuevamente derrotada Alemania recibió ahora fondos del plan Marshall para su reconstrucción. ¿Quién discutiría que esa medida es uno de los cimientos sobre los que se ha construido el más prolongado periodo de convivencia en paz y libertad jamás conocido en Europa? De hecho, ese es el camino bueno por el que desde entonces han transitado la democracia y el derecho internacional: el camino de poner freno a las vejaciones colectivas, el de ­crear marcos legales que permitan solucionar los conflictos sin que las cadenas de agravios se perpetúen.
Pero a veces da la impresión de que las lecciones del pasado se olvidan con prontitud. Vivimos tiempos revueltos en los que triunfan políticos que han sustituido el diálogo por el vocerío y apelan a las pulsiones más tribales del ser humano: el sentimiento de identidad y pertenencia, la desconfianza hacia el de fuera, el miedo a los cambios. Cuando un político habla de eso, suele presentarse como un defensor de nuestra dignidad. La secuencia lógica empieza en ese sentimiento de humillación, continúa en la promesa de restauración de la dignidad perdida y desemboca en la figura de un político mediocre y gritón que considera felones y traidores a quienes no piensan como él. La reciente historia de España está hecha de dignidades heridas y de humillaciones. La sentencia del Constitucional sobre el Estatut plantó una semilla de humillación, y de forma irresponsable los políticos nacionalistas consagraron todos sus esfuerzos a su germinación y florecimiento. Los consiguientes desaires hacia España y lo español fueron asimismo vividos como una humillación por amplios sectores de la sociedad, y desde luego no han faltado los políticos que, también de forma irresponsable, se han dedicado a cultivarla. Y así estamos, entre los que quieren devolvernos la dignidad y los que quieren devolvérsela a los de enfrente. - Ignacio Martinez de Pisón