La Historia no ha conservado su nombre, y es una lástima. Era director del Patent Office americano, y fue él quien tocó a zafarrancho. En 1875 envió su dimisión al Secretario de Estado para el Comercio. ¿Por qué seguir?, decía en sustancia; ya no queda nada que inventar. Doce años después, en 1887, el gran químico Marcell in Berthelot escribía: «De ahora en adelante, el Universo no tiene ya misterios.»
Para obtener una imagen coherente del mundo, la
ciencia había despejado la plaza. La perfección por
la omisión. La materia estaba constituida por cierto número de elementos imposibles de
transformar unos en otros. Pero,
mientras Berthelot rechazaba en su sabia obra los sueños alquimistas, los elementos, que
nada sabían de ello, seguían transmutándose bajo el
efecto de la radiactividad natural.
En
1852, Reichenbach había expuesto el fenómeno, que había sido inmediatamente
rechazado. Trabajos realizados en 1870 evocan «un cuarto estado de la materia» comprobado con ocasión de la descarga de los gases. Pero
había que reprimir todo misterio.
Represión: ésta es la palabra. La idea del siglo XIX puede someterse a psicoanálisis.
Un alemán llamado Zeppelin, de vuelta a su tierra después de haber combatido en las
filas sudistas, trató de interesar a los industrial
es en la dirección de globos. «¡Desgraciado!
¿No sabe que hay tres temas sobre los cuales la Academia de Ciencias francesa no admite
discusión? Son la cuadratura del círculo, el túnel
bajo la Mancha y los globos dirigidos.»
Otro alemán, Hermán Gaswindt, proponía la construcción de máquinas volantes más
pesadas que el aire, propulsadas por cohetes. El ministro de la Guerra alemán, después de
haber consultado a los técnicos, escribió sobre el
quinto manuscrito: «¿Cuándo reventará de
una vez ese pájaro de mal agüero?»
Los rusos, por su parte, se habían sacudido otro pájaro de mal agüero, Kibaltchich, que
era también partidario de las máquinas voladoras con cohetes. Pelotón de ejecución.
Cierto que Kibaltchich había empleado sus conocimientos técnicos para fabricar una
bomba que acababa de matar al emperador Alejandro I
I.
En cambio, no había motivo para
enviar al cadalso al profesor Langley, del
Smithsonian Institute
americano, que proponía
unas máquinas voladoras accionadas por motores de explosión, recientemente inventados.
Se le degradó, se le arruinó y se le expulsó del
Smithsonian.
El profesor Simón Newcomb demostró matemáticamente
la imposibilidad de volar con
algo más pesado que el aire. Unos meses antes de la
muerte de Langley, que se murió de
pena, un chiquillo inglés volvió llorando un día a
la escuela. Había mostrado a sus
compañeros una fotografía de una maqueta, que Langley acababa de enviar a su padre. Éste
había proclamado que los hombres acabarían por volar. Los compañeros se burlaron de él.
Y el maestro le dijo: «Amigo mío, ¿acaso su padre
es un tonto?» El supuesto tonto se
llamaba Herbert George Wells.
Todas las puertas se cerraban, pues, con ruido seco. No había, en efecto, más remedio que
dimitir, y M. Brunetiére pudo hablar tranquilamente, en 1895, de «La quiebra de la
ciencia». El célebre profesor Lippmann, en la misma
época, declaraba a uno de sus alumnos que la Física estaba acabada, clasificada, archivada y completa, y que haría mejor en
emprender nuevos caminos. El alumno se llamaba Helbronner y había de convertirse
en el primer profesor de fisicoquímica de Europa y
hacer notables descubrimientos sobre
el aire líquido, los ultravioleta y los metales coloidales. Moissan, el químico genial, se veía
obligado a la «autocrítica» y a declarar públicamente que jamás había fabricado diamantes
y que se trataba de un error experimental. Inútil buscar más lejos: las maravillas del siglo
eran la máquina de vapor y la lámpara de gas; jamás
la Humanidad haría mayores inventos.
¿La electricidad? Simple curiosidad técnica.
Un inglés loco, Maxwell, había pretendido que
por medio de la electricidad se podían producir rayos luminosos invisibles: una broma.
Algunos años más tarde, Ambrose Bierce podría escribir en su
Dictionnaire du Diable:
«No se sabe lo que es la electricidad, pero, en todo caso, alumbra mejor que un caballo de
vapor y va más aprisa que un mechero de gas.» En cuanto a la energía, era una entidad
totalmente independiente de la materia y que no tenía misterio alguno. Estaba compuesta
de fluidos. Los fluidos lo llenaban todo, se dejaban describir por ecuaciones de gran
belleza formal y daban satisfacción al pensamiento:
fluido eléctrico, luminoso, calorífico,
etc. Una progresión continua y clara: la materia en
sus tres estados (sólido, líquido y
gaseoso) y los diversos fluidos energéticos, más sutiles aún que los gases. Bastaba con rechazar como sueño filosófico las nacientes teorías
del átomo para conservar una imagen
«científica» del mundo. Se estaba muy lejos de los
granos de energía de Plank y Einstein.
El alemán Clausius demostraba que no era concebible
otra fuente de energía que el fuego.
Y la energía, si se conserva en cantidad, se degrada en calidad. El Universo fue un día
montado como un reloj. Se parará cuando se afloje el muelle. Nada que esperar, nada. En este Universo de previsible destino,
la vida habría aparecido por casualidad
y habría evolucionado por el simple juego de las selecciones naturales. Y en la cima
definitiva de esta evolución: el hombre. Un conjunto mecánico y químico, dotado de una
ilusión: la conciencia.
Bajo los efectos de esta ilusión, el hombre había inventado el espacio
y el tiempo: visiones de la mente. Si alguien hubiese dicho a un investigador oficial del
siglo XIX que la física absorbería un día el espacio y el tiempo y estudiaría
experimentalmente la curvatura del espacio y la con
tracción del tiempo, aquél habría
llamado a la Policía. El espacio y el tiempo no tienen existencia real. Son conceptos de
matemáticos y temas de gratuita reflexión para filó
sofos. El hombre no sabría qué hacer de
estas grandezas. A despecho de los trabajos de Charcot, de Breuer y de Hyslop, la idea de
perfección extrasensorial o extratemporal debe ser
rechazada con desprecio. Sabio hijo
mío, ¡procura tener siempre limpia la nariz!
Era inútil intentar la exploración del mundo interior, pero, sin embargo, había un hecho
que introducía bastones en las ruedas de la simplificación: se hablaba mucho de la
hipnosis. El ingenuo Flammarion, el dudoso Edgar Poe, el sospechoso H. G. Wells, se
interesaban en el fenómeno. Ahora bien, por fantástico que pueda parecemos, el siglo
XIX oficial demostró que la hipnosis no existía. El
paciente tiene tendencia a mentir, a
simular para complacer al hipnotizador. Esto es exacto. Pero, desde Freud y Morton
Price, se sabe que la personalidad puede dividirse.
Partiendo de críticas exactas, aquel
siglo logró crear una mitología negativa, eliminar
todo rastro de lo desconocido en el
hombre, reprimir toda sospecha de misterio.
También la biología estaba terminada. M. Claude Bernard estrujó todas sus
posibilidades y se había llegado a la conclusión de
que el cerebro segrega el pensamiento,
como el hígado la bilis. Sin duda se llegaría a des
cubrir aquella secreción y a escribir su
fórmula química de acuerdo con la bonita distribuci
ón en hexágonos inmortalizada por M.
Berthelot. Cuando se supiera cómo se asociaban los
hexágonos de carbono para crear el
espíritu, se habría escrito la última página. ¡Que
nos dejen trabajar en serio! ¡Los locos, al
manicomio!