Hay una violencia intrínseca en la verdad cruda y desnuda: imaginad que una mañana al despertar tomáis la firme resolución de decir la verdad a todos los que os cruzáis a lo largo del día, sin excepción, amigos, conocidos, saludados, personas queridas, padres, familiares, colegas, anónimos, superiores, comerciantes, vecinos en el ascensor, en el autobús y otros. Mantened esta decisión sin concesiones, sean cuales sean las circunstancias. Os garantizo que se os enfadará la mayoría de vuestros conocidos, si no todos. Habrán tenido la impresión de cruzarse con un tipo grosero, sin tacto, sin elegancia, un individuo de mal carácter, con lengua viperina, sin embargo, que ignora la cortesía elemental y los modales básicos.
Eso sí, estarás satisfecho de haber dicho la verdad, tu verdad, claro, nada más. Es decir. De haber dicho a los imbéciles que lo son, a los inoportunos que te molestan, los interesados, los tacaños que te sacan de quicio, a los que han engordado o envejecido que los kilos de más o las arrugas no les sientan bien, debereis afirmar sin miramientos que estáis hartos de comer con personas que no os interesan, con los que las comidas se os hacen largas, le diréis a alguien que no soportáis su belleza, su inteligencia, su éxito, su dinero, confesaréis que los triunfos de los otros a menudo os encogen el corazón, mientras que sus fracasos os alegran la mayoría de las veces.
Os habréis comportado como humanos y no habréis hecho más que decir la verdad, vuestra verdad, expresando lo que sentíais y se os pasaba directamente por la cabeza, sin privaros de ello. La vida cotidiana entera, cuando no actuamos de forma transparente, se reduce a una clase de mentira por omisión, aquello que se suele decir la mentira piadosa. ¿Quién lo aceptaría sin miedo?, ¿quién querría saber lo que sus amigos piensan y dicen verdaderamente de él?. Quién jugaría a ser invisible para asistir a una comida donde se hablase de él, sin temer la pérdida de uno que pasa por ser su mejor amigo? Sólo los ingenuos, los locos, los niños.
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