La desobediencia, a los ojos de todo aquel que haya leído la historia, es la virtud original del hombre. Por medio de la desobediencia se ha abierto camino el progreso; de la desobediencia y la rebeldía, como sinó consiguieron las mujeres poder votar, o los negros subir a un autobús junto a los blancos, o los homosexuales ver reconocidos sus derechos, gràcias a la desobediencia y también a su tozudez.
En 1970 Hannah Arendt, politóloga alemana de origen judío, publicaba en la revista The New Yorker unas fundamentadas reflexiones sobre la desobediencia civil.
Desobediència civil
En la primavera de 1970, el Colegio de Abogados de la Ciudad de Nueva York celebró su centenario con un simposio consagrado a este triste tema: «¿Ha muerto la Ley?» Sería interesante conocer lo que inspiró definidamente este grito de desesperación. ¿Fue el desastroso incremento de la delincuencia callejera o la percepción más sutil de que «la dimensión del mal expresado en las tiranías modernas ha socavado toda sencilla fe en la importancia radical de la fidelidad a la ley» junto a «una amplia evidencia de que las campañas de desobediencia civil bien organizadas pueden resultar muy eficaces para el logro de deseables cambios en la legislación?». En cualquier caso los temas sobre los que Eugene V. Rostow pidió a los participantes que prepararan sus ponencias, ofrecían una muy brillante perspectiva. Uno de tales participantes propuso una discusión sobre «la relación moral del ciudadano con la ley en una sociedad de asentimiento». Las observaciones que se formulan a continuación son respuesta al tema. La literatura sobre la cuestión se refiere, en buena parte, a dos hombres famosos encarcelados —Sócrates, en Atenas, y Thoreau, en Concord—. Su conducta enardece a los juristas porque parece demostrar que la desobediencia a la ley sólo puede estar justificada cuando quien la viola está dispuesto a aceptar el castigo por su acción e incluso lo desea. Son pocos los que no coincidirían con la posición del senador Philip A. Hart: «Cualquier tolerancia que pueda yo sentir hacia el que desobedece depende de su voluntad de aceptar cualquier castigo que la Ley pueda imponerle». Este argumento nos devuelve a la idea popular, y quizá a la errónea concepción, sobre la conducta de Sócrates, pero su aceptación en este país parece estar muy reforzada por «una de las más firmes características de nuestro Derecho (gracias a la cual un individuo) es impulsado o en algún sentido obligado a ejercer un significativo derecho legal mediante un acto personal de desobediencia civil». Esta característica ha dado lugar a un extraño y, como veremos, no siempre feliz matrimonio teórico, de la moralidad y de la legalidad, de la conciencia y de la ley.
Como «nuestro sistema dual de legislación permite la posibilidad de que una ley estatal sea incompatible con una ley federal», puede comprenderse que, en sus primeras fases, el movimiento de los derechos civiles, aunque se hallara claramente en estado de desobediencia con los reglamentos y leyes del Sur, no tuviera más que «recurrir, dentro de nuestro sistema federal, por encima de la ley y de la autoridad del estado, a la ley y la autoridad de la nación»; «no existía la más ligera duda», se nos dijo, «de que a pesar de que durante cien años no se habían cumplido las leyes, la legislación estatal quedaba invalidada por la federal» y de que «eran quienes estaban al otro lado los que se enfrentaban con la ley». A primera vista los méritos de esta construcción parecen considerables. La dificultad principal de un jurista para hacer compatible la desobediencia civil con el sistema legal del país, es decir, el que «la ley no pueda justificar la violación de la ley», parece ingeniosamente resuelta por la dualidad de la legislación americana y la identificación de la desobediencia civil con el hecho de transgredir una ley para poner a prueba su constitucionalidad. Existe además la ventaja complementaria, o así parece, de que por su sistema dual el Derecho americano, a diferencia de otros sistemas legales, ha hallado un lugar visible y real para esa «ley más alta» sobre la que, «de una forma o de otra, sigue insistiendo la jurisprudencia»”.
Se necesitaría bastante habilidad para defender esta doctrina en el terreno de la teoría: la situación del hombre que pone a prueba la legitimidad de una ley violándola, constituye, «sólo marginalmente, si acaso, un acto de desobediencia civil»; y al que desobedece fundándose en fuertes convicciones morales y recurre a una «ley más alta» le parecerá muy extraño que se le pida que acepte las decisiones distintas del Tribunal Supremo durante siglos como inspiradas por una ley superior a todas las leyes, ley cuya característica principal es su inmutabilidad. En el terreno de los hechos, en cualquier caso, esta doctrina fue impugnada cuando los desobedientes del movimiento de los derechos civiles dieron paso a los resistentes del movimiento contra la guerra, quienes desobedecían claramente la ley federal. La impugnación fue terminante cuando el Tribunal Supremo se negó a decidir sobre la legalidad de la guerra del Vietnam, apoyándose en la «doctrina de la cuestión política», es decir, precisamente en la misma razón por la que durante tanto tiempo se habían tolerado, sin el menor impedimento, leyes anticonstitucionales.
Mientras tanto, el número de desobedientes civiles o de potenciales desobedientes civiles, esto es, el de personas dispuestas a manifestarse en Washington, había crecido constantemente y, asimismo, la inclinación del Gobierno a tratar a quienes protestaban como si fueran delincuentes comunes o a exigirles la prueba suprema del «autosacrificio»: el desobediente que ha violado una ley justa debe «dar la bienvenida a su castigo» (Harrop A. Freeman ha señalado muy bien lo absurdo de esta demanda desde el punto de vista de un abogado: «ningún abogado acudiría a un tribunal para decir: “Su Señoría, este hombre quiere ser castigado”». Y la insistencia sobre esta infortunada e inadecuada alternativa resulta quizá sólo natural en un «período de desorden», cuando «la distinción entre tales actos (en los que un individuo viola la ley para probar su constitucionalidad) y las violaciones ordinarias se torna mucho más frágil» y cuando el desafiado es el «poder legislativo nacional» y no la legislación local.
Cualesquiera que sean las causas de este período de desorden —y son, desde luego, positivas y políticas— la actual confusión, la polarización y la creciente aspereza de nuestras discusiones son también provocadas por un fallo teórico en la aceptación y en la comprensión del verdadero carácter del fenómeno. Siempre que los letrados tratan de justificar al desobediente civil con un fundamento moral y legal, montan su caso sobre la base, bien del objetor de conciencia, bien del hombre que prueba la constitucionalidad de una ley. Lo malo es que la situación del desobediente civil no guarda analogía con ninguno de esos dos casos, por la sencilla razón de que él nunca existe como simple individuo; puede funcionar y sobrevivir sólo como miembro de un grupo. Rara vez se admite esta condición e incluso en esos pocos casos tan sólo marginalmente se menciona: «es muy poco probable que la desobediencia civil practicada por un solo individuo tenga mucho efecto. Será considerado como un excéntrico al que resulta más interesante observar que reprimir. La desobediencia civil significativa será por eso la practicada por una comunidad de personas que posean una comunidad de intereses». Pero, una de las principales características del acto en sí mismo —evidente ya en el caso de los participantes en las Marchas de la Libertad— y principalmente en la «desobediencia civil», donde se violan leyes (como, por ejemplo, las ordenanzas del tráfico), que el desobediente considera como irreprensibles en sí mismas, al objeto de protestar contra leyes injustas, políticas gubernamentales u órdenes ejecutivas, presupone la existencia de un grupo de acción (¡imaginemos a un solo individuo violando las ordenanzas del tráfico!) y ha sido adecuadamente denominada «desobediencia en su estricto sentido»
Es precisamente esta «desobediencia indirecta», que carecería de sentido en el caso del objetor de conciencia o en el del hombre que vulnera una ley específica para poner a prueba su constitucionalidad, la que parece legalmente injustificable. Por eso debemos distinguir entre los objetores de conciencia y los desobedientes civiles. Los últimos son, en realidad, minorías organizadas unidas por una opinión común más que por un interés común y por la decisión de adoptar una postura contra la política del Gobierno, aunque tengan razón para suponer que semejante política goza del apoyo de una mayoría; su acción concertada proviene de un acuerdo entre ellos, y es este acuerdo lo que presta crédito y convicción a su opinión, sea cual fuere la forma en que lo hayan alcanzado. Son inadecuados si se aplican a la desobediencia civil los argumentos formulados en defensa de la conciencia individual o de los actos individuales, esto es, los imperativos morales y los recursos a una «ley más alta», sea secular o trascendente; en este nivel no sólo será «difícil» sino imposible «velar por que la desobediencia civil sea una filosofía de la subjetividad… intensa y exclusivamente personal, de forma tal que, cualquier individuo, por cualquier razón, pueda desobedecer»
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