Cuanta más información acumulemos, tanto más sabremos y tanto mejor podremos actuar. ¿No? No. Para aprender debemos buscar y seleccionar la información, entenderla, asimilarla, ordenarla, ubicarla adecuadamente en nuestro sistema de conocimientos y, sobre todo, hacer uso de ella. Más aún, para forjar ideas nuevas es preciso olvidar algo, ya que, como lo enseña la neuropsicología, el saber ocupa lugar. Funes el Memorioso, esa realista invención de Borges, era incapaz de concebir ideas nuevas precisamente porque no podía sino recordar. Todos quisiéramos saber más y, al mismo tiempo, recibir menos información. En efecto, el problema de nuestro tiempo no es la escasez de información sino su exceso. Piénsese, por ejemplo, en un médico o en un ejecutivo: ambos están sometidos a un permanente bombardeo de información, casi toda inútil para ellos. Para poder aprender algo nuevo y útil debemos usar filtros; es decir, debemos ignorar la mayor parte de la información que recibimos. O sea, hay que ignorar mucho para llegar a saber algo. Paradójico pero cierto. Información o mensaje no es lo mismo que conocimiento. Los mensajes de Heidegger, tales como "el mundo mundea" y "el tiempo es la maduración de la temporalidad", no comunican conocimiento alguno: son tan carentes de sentido como la ristra de letras "papepipopu". Para que una señal transmita un conocimiento debe provocar una idea inteligible. Hoy día la obtención de ciertos conocimientos requiere el uso de máquinas capaces de recibir y elaborar información. Por ejemplo, la búsqueda de tendencias centrales en una montaña de datos económicos o demográficos ya no puede hacerse a mano. No hay duda, pues, de que la computadora se ha vuelto indispensable en ciencia y técnica, así como en la gestión de empresas y del Estado. En otras palabras, la informática está ayudando a obtener conocimientos, no sólo a transmitirlos. Pero de aquí no se sigue que las computadoras puedan reemplazar a los cerebros. Jamás podrán hacerlo, aunque más no sea porque las computadoras son diseñadas y construidas para ayudar a resolver los problemas que se les plantean, no para plantear problemas interesantes. Y sin nuevo problema no hay investigación original, ya que ésta consiste, precisamente, en encontrar, examinar e intentar resolver algún problema.
Por añadidura, las computadoras trabajan a reglamento. No tienen curiosidad ni corazonadas, no dudan ni conciben proyectos. Tampoco evalúan la importancia de resultados. Para un elaborador de información, las oraciones "perro mordió a hombre" y "hombre mordió a perro" valen lo mismo, porque contienen la misma cantidad de información. Sin duda, conviene que un escolar se familiarice con la calculadora de bolsillo y, en lo posible, también con la computadora. Esto le facilitará algunas tareas escolares y le conferirá una ventaja en la vida adulta. Pero el estudiante debe aprender que estas máquinas no le evitarán estudiar, plantearse problemas ni preguntarse por el valor de lo que aprende o deja de aprender. La calculadora y la computadora son auxiliares, no substitutos del cerebro. Además, pensemos en el aspecto social de la difusión de las computadoras en la educación. Su uso está limitado a escuelas bien dotadas, casi todas las cuales son privadas. Las escuelas públicas de los países del Tercer Mundo no pueden darse el lujo de usar computadoras mientras les falten lápices, papel, pizarrones, bancos de carpintero, herramientas, laboratorios y maestros bien preparados y pagados decorosamente. Además, las computadoras no sirven a menos que los escolares lleguen al colegio desayunados, lavados, vestidos, libres de parásitos debilitantes y motivados para aprender.
Supongamos que la directora de una pobre escuela rural o de villa miseria dispone de diez mil dólares para gastar en material didáctico en el curso de un año. ¿Qué debiera pagar con esta suma: computadoras y los gastos de teléfono y de suscripción a Internet? Yo aconsejaría invertir en herramientas de carpintería, pequeños laboratorios de física, química y biología, libros, suscripciones a un diario y a una revista, y un par de excursiones. Y pediría a los vecinos más prósperos, si los hay, que donen los libros y las computadoras que ya no usan. La escuela no debiera limitarse a informar, ni siquiera a transmitir conocimientos verdaderos o útiles. La escuela debiera formar cerebros, no cargarlos de información. Menos aún debiera recargarlos al punto de provocar náusea intelectual. También debiera ponerlos sobre aviso contra la deformación en que se empeñan algunos programas de televisión, tales como los dedicados a propalar supersticiones o comedias estúpidas. Se forma un cerebro humano estimulando su curiosidad: planteándole problemas interesantes y exigentes, y proveyéndolo de los medios indispensables para resolverlos. Se lo forma agrupando a los escolares o estudiantes en grupos poco numerosos y heterogéneos, en los que los aventajados ayuden a los lerdos. Se forma el cerebro humano proponiéndole pequeños proyectos de investigación que requieran la consulta de libros o revistas, apenas el escolar ha aprendido a leer y escribir. Se lo forma exigiéndole que exponga los resultados de sus pesquisas, ya oralmente, ya por escrito, ora por dibujos, ora por modelos en cartón, plástico o madera. Se lo forma organizando debates racionales en los que se enfrenten equipos de escolares que defiendan ideas contrapuestas. Se lo forma enseñándole a deducir y a pensar críticamente, no a memorizarlo todo. (Reconozco, sin embargo, que esto tiene su riesgo. Por ejemplo, durante mi examen de geofísica, uno de los examinadores me preguntó cierta fórmula matemática. Cuando me dispuse a deducirla, el profesor me retó por no haberla memorizado. Yo le contesté con arrogancia: "No la recuerdo, pero puedo hacer algo más importante, que es deducirla". Esta salida me valió un "bueno" en lugar del "sobresaliente" a que estaba acostumbrado.) En resumen: puesto que conocimiento no es lo mismo que información, si queremos aprender no procuremos maximizar la información, sino optimizarla. O sea, busquemos recabar y recordar la información mínima necesaria para abordar los problemas que nos interesan. Y, una vez resueltos, procuremos archivar o aun olvidar los detalles. Sólo así haremos lugar a nuevos datos, nuevas dudas, nuevos problemas y nuevas conjeturas. - Mario Bunge.
Qué bueno, me ha encantado.
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