A usted le pasa algo. Es material de autoayuda online. Está raro. Menos mal que hay a otros en su misma situación: ha leído sus desvelos en Twitter y en Facebook, y será verdad si no mienten. A ratos le asalta un miedo difuso que se enreda en su estómago formando un nudo, y ya se sabe que los nudos que no se ven son los más difíciles de romper.

No le alivia pensar que ahora todos somos más libres, que el riesgo se aleja, que podremos dejar de dedicar nuestro primer y último pensamiento del día al virus, que recuperaremos nuestra vida de antes y ¡ya era hora!, que por fin podremos abrazar a nuestros padres, condenados estos meses a una soledad durísima.

Usted ni está enfermo ni teme contagiarse: sencillamente, odia la idea de volver a su vida de antes

Pero no, usted no siente euforia sino un gran peso. Aquí, justo aquí, sobre el pecho. Duele, ay. En vez de alegrarse porque vamos a salir de esta, se reconoce en el náufrago que pierde el salvavidas en alta mar sin tierra a la vista.

Al acostarse, en silencio, identifica secretamente un deseo inconfesable: cómo le gustaría volver a confinarse. Confinarse a su manera, claro. En su casa, lo bastante amplia para sus desahogos, con un montón de tiempo para leer, autocontemplarse, deleitarse cada mañana con el sonido de los ruiseñores y casi cada noche con el fútbol en el canal de pago... Es lo que tiene el confort de la clase media y de una nómina fija, que a uno le permite el lujo del estado zen.

Hay quien le dirá que padece usted el síndrome de la cabaña. Ni por asomo. No. Entre otras cosas, porque este síndrome no existe.

Expongo aquí esta tesis, poco científica, lo reconozco. La leí en un artículo de los que te llegan por WhatsApp a través de alguno de los muchos chats del móvil. Comparto con Isaac Rosa, el periodista autor de la idea, que el síndrome de la cabaña no es más que otro invento de nuestra sociedad, interesada en convertir en patología todo lo que nos ocurre. Y añado: es como si necesitáramos que la vida misma tenga la simetría perfecta de las dos mitades de una pastilla, que es la que acabarán vendiéndole a usted con el cuento chino de la cabaña.

Usted no está enfermo. Ni tiene miedo a contagiarse. Ni a salir a la calle. Se ha adaptado bien a los nuevos usos higiénicos y a la distancia social. No ha desarrollado ninguna fobia, ni hipocondria, ni obsesión. Fíjese, casi que pagaría a su empresa por teletrabajar: ha interiorizado el engaño de que convirtiendo su casa en oficina gana tiempo, concilia y puede jugar al Monopoly con sus hijos. Encima se ahorra el túper, el metro y el jefe. Y además ¿quién necesita más de diez amigos?

Deje de autoengañarse. Resulta que esa existencia de confinados, hiperregulada y llena de normas, y de repugnancia, y de dolor para demasiada gente, esa vida que usted se resiste a abandonar es postiza. Está hecha de falsas alegrías. El purgatorio no es la hostia aun viniendo del infierno. No todo encierro discurre en modo happy flower para siempre jamás y con hilo musical de fondo.

A lo mejor lo que a usted le pasa es que no quiere volver a lo de antes, a los saltos de liana en liana, a los imprevistos, a su vida imperfecta. “A su vida de mierda”, en palabras de Isaac Rosa. No culpe al virus ni se esconda detrás. Acaba de descubrir que la nueva normalidad apenas se distingue de la vieja salvo por la mascarilla. Y de repente siente otro deseo inconfesable: quemar la cabaña.


El síndrome de la cabaña no existe
Susana Quadrado - lavanguardia