LECCIONES DE UN COBARDE

 



 Ahora que comienza un nuevo curso me atrevo a sugerir a chicos y chicas que descarten el silencio como respuesta ante el abuso o el maltrato - Carles Francino


Uno era hijo de una limpiadora del cole. El otro, bastante amanerado, provenía de una familia muy religiosa. Los dos llevaban gafas. Y ambos se convirtieron desde los primeros días de clase en una especie de víctimas propiciatorias. Nunca he sabido a qué dioses se dirigía la ofrenda de su sacrificio, pero sí sé lo que ocurrió. Porque han pasado un montón de años y algunas cosas las recuerdo perfectamente: burlas, pellizcos, insultos, golpetazos en la cabeza, alguna patada, algún escupitajo… No faltaba de nada. Tampoco es que el acoso se produjera a todas horas, aunque sí era sistemático; formaba parte de la decoración. O sea, que estar aquel curso de bachillerato en la piel de las víctimas tuvo que ser un auténtico calvario. Damos por hecho que la adolescencia se convierte a menudo en un territorio sin ley donde mandan los más brutos; pero si pueden hacerlo es gracias a la complicidad de quienes se suben al carro, por convencimiento o por comodidad; y también gracias al silencio de otros muchos. Nada muy distinto al mundo de los adultos. Yo milité en ese grupo de los silenciosos, incluso una vez utilicé el diccionario de griego como arma arrojadiza por miedo a engrosar la lista de los señalados; y nunca lo lamentaré bastante. Es verdad que de los errores también se puede aprender y cuando después me he topado con situaciones que olían a abuso o injusticia me he esforzado por no callar. Y aunque soy consciente de que nada de eso borra mi suspenso en aquel primer gran examen de vida, y tampoco es que me haya convertido en ningún héroe -eso no se le puede pedir a nadie-, al menos sí he conseguido mirarme al espejo con algo menos de inquina. Conservar la dignidad, algo que mis padres me transmitieron con su propio ejemplo, se ha convertido desde entonces en algo innegociable. Por eso ahora que comienza un nuevo curso me atrevo a sugerir a chicos y chicas que descarten el silencio como respuesta ante el abuso o el maltrato. Aunque solo sea por ellos mismos, porque cargar luego con esa mochila de vergüenza les aseguro que cansa un montón.

El artículo de Francino me ha hecho recordar un caso personal que quisiera explicar: mi caso con el periodista Xavier Vinader, a quien conocí, en unas circunstancias no demasiado favorables para mí. Xavier era un poco más joven que yo, nos llevábamos año y medio. Cuando yo tenía trece años, estudiaba en la Academia del Sr. Caldes, en la calle Josep Renom, eran clases de 30/40 alumnos, alocados y botarates, yo el primero. Xavier llegó un día a clase, el curso ya había comenzado, y nadie nos avisó de su minusvalía aunque nos podíamos haber dado cuenta fácilmente, pero no lo hicimos, ni yo ni mis compañeros.

Nosotros, nos sentábamos al final de la clase, justo al lado del pasillo que llevaba al baño y allí fue Xavier, y nosotros, otro y yo, para hacer la gracia, cuando pasaba le hicimos la zancadilla y él cayó en el suelo, pero como no tenía fuerza en los brazos y manos, cayó a plomo dando con la cara en el suelo. Nos asustó al ver que había perdido el conocimiento y no se movía, en darnos cuenta de lo que habíamos hecho, y afortunadamente es rehízo, y luego aparte de la bronca que recibimos, fue cuando nos comentaron su minusvalía . Una minusvalía física, pues intelectualmente Xavier Vinader fue un periodista inmenso, honesto, tenaz y valiente, que creó escuela en el periodismo de investigación. Ya no hay periodistas como él, pero si todavía quedan fascistas que ensucian su grafitti en Sabadell.

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