El populismo en Italia es más viejo que la tos. Incluso podríamos aventurar que el populismo se institucionalizó por primera vez en Roma, en el año 494 a.C., poco después del nacimiento de la República, al crearse la figura del tribuno de la plebe. Sintiéndose asfixiados por los patricios, los plebeyos de Roma se rebelaron, amenazando con fundar una ciudad nueva. Obtuvieron diversas concesiones, entre ellas, un tribuno que velaría por sus intereses ante el Senado. - Enric Juliana.
El tribuno era elegido por la asamblea plebeya y tenía el estatuto de inviolable. Una agresión al tribuno de la plebe podía ser castigada con la pena de muerte. Fuera de los muros de la ciudad, sin embargo, no tenía ningún poder. Hubo tribunos que pelearon por los plebeyos. Y hubo tribunos que se aprovecharon de su cargo para enriquecerse y escalar poder. El periodista Indro Montanelli lo explicó muy bien en su ágil ‘Historia de Roma’. El tribuno Marco Livio Druso intentó dar la ciudadanía de Roma a todos los habitantes de la península. El tribuno Saturnino empezó a regalar grano con el deseo de coronarse rey de Roma. El tribuno Cayo Cestio mandó construir una pirámide en las afueras de Roma para ser enterrado como un faraón egipcio. Pobre no era. La pirámide Cestia es hoy una de las atracciones turísticas de la ciudad, en un lateral de la Via Ostiense, no muy lejos de la basílica dedicada a San Pablo.
El populismo en Italia es más viejo que la tos. En 1944, mientras agonizaba el fascismo, ya surgió un movimiento anti-político que gritaba: ‘Abajo todos’
El tribuno de la plebe es una figura que ha quedado inscrita en la mentalidad italiana. Italia es una sociedad antigua, con profundas raíces históricas, en la que la familia sigue ocupando un lugar central. Pero Italia también es joven. El estado unitario italiano es históricamente reciente (nace en 1861) y no está arraigado de manera uniforme en todo el país. Eso explica muchas cosas.
Cuando aún no había concluido la Segunda Guerra Mundial, con los fascistas atrincherados en el norte de Italia, con la República de Saló aún viva, apareció en Roma, ciudad liberada, una publicación que atacaba a los partidos recién salidos de la clandestinidad y a sus dirigentes, ensalzando al hombre de la calle, al plebeyo desorientado por tanta sucesión de desgracias.
‘L’Uomo Qualunque’. (‘El hombre cualquiera’). Esa era el título de la revista fundada en diciembre de 1944 por el periodista Guglielmo Gianinni, que arremetía semanalmente contra los partidos políticos, contra sus dirigentes y contra los intelectuales que los circundaban. El lema de la revista, en formato sábana, era ‘Abajo todos’. Empezó con una tirada de 25.000 ejemplares y al cabo de un año ya vendía 850.000. (Estamos hablando de una época en la que tan solo la radio competía con la prensa). Una de sus secciones más populares estaba dedicada a los chismes sobre la vida de los políticos y de las figuras intelectuales del momento.
La revista pretendía dar voz al ‘hombre de la calle’ frente al nuevo régimen de partidos que surgía de la caída de una dictadura que los había prohibido todos, menos uno: el Partido Nacional Fascista. Acusado de cripto-fascista, Gianinni se defendía criticando al fascismo por su estatalismo y por haberse implicado en una guerra que nunca podía ganar. El periodista se declaraba liberal. Tal fue su éxito, que ‘L’Uomo Qualunque’ se convirtió en un movimiento político en 1946, poco antes de las elecciones constituyentes, una vez celebrado el referéndum sobre monarquía y república que acabó con la dinastía de los Saboya fuera del país. El Partido Comunista Italiano alertó que la formación del Frente del Hombre Cualquiera era un intento de reconstruir el Partido Nacional Fascista, declarado fuera de la ley. El movimiento fundado por Gianinni, antiguo vendedor de alfombras, compositor de canciones y escritor de novelas policíacas, defendía un Estado ‘técnico’, sin ideología, con la única misión de administrar los bienes y servicios comunes, con la menor intromisión posible en la vida de los ciudadanos. Los puntos principales del nuevo partido eran el anticomunismo, la rebaja de los impuestos, la retirada del Estado de la vida social y una crítica retórica a las grandes empresas.
En las elecciones para la Asamblea Constituyente (junio de 1946), el Frente del Hombre Cualquiera obtuvo el 5’3% de los votos y consiguió mandar a 30 representantes a la asamblea encargada de redactar y aprobar la nueva constitución republicana. Unos meses más tarde adoptó el nombre de Frente Liberal Democrático del Hombre Cualquiera. El líder de la Democracia Cristiana, Alcide De Gasperi, les detestaba, lo cual no impidió un cierto acercamiento. El movimiento empezó a deshincharse al entrar en el terreno de la táctica política. Empezó a dar tumbos. Unos días se aproximaba a la Democracia Cristiana y al Movimiento Social Italiano (partido de los nostálgicos del fascismo, a cuyo linaje pertenece Giorgia Meloni), y en algún momento entró en diálogo con el Partido Comunista, al que tanto decían detestar. El partido ‘antipolítico’ empezó a morir cuando empezó a hacer política. Algo parecido le ha ocurrido al Movimiento Cinco Estrellas, setenta y cinco años después.
El partido se disolvió en 1953 y Giannini acabó como candidato de la Democracia Cristiana en unas elecciones en las que no consiguió obtener el acta de diputado. (La DC lo atrapaba todo, lo reciclaba todo. ‘Moriremos todos democristianos’, se decía en broma en Italia allá en los años setenta). Para acabar de entender el fenómeno hay que añadir que un hijo de Giannini murió al estrellarse un avión militar durante la Segunda Guerra Mundial. Aquella desgracia encendió en él un fuerte odio a los dirigentes políticos, sin distinción. “Estoy en contra del hombre providencial que manipula a la masa anónima y la manda a morir en una guerra, solamente para satisfacer sus ambiciones personales”, dijo el fundador de ‘L’Uomo Qualunque’. Cabe suponer que el periodista Giannini sería hoy un furibundo opositor de la invasión de Ucrania y de la movilización militar que acaba de ordenar Vladímir Putin en Rusia. De aquella experiencia ha quedado en Italia una palabra: ‘qualunquismo’. Ese apelativo suele dedicarse a quienes critican indiscriminadamente a todos los partidos y a quienes construyen una identidad política basada en el rechazo a la política profesional. Hasta hace unos años, ser cualificado de ‘qualinquista’ no era un halago. Quizás hoy sea distinto, puesto que el país supura ‘qualunquismo’ por todos sus poros.
Cinco leyes electorales en treinta años, a razón de una ley distinta cada seis años, han abonado el terreno del desengaño en un país que vivía la política con verdadera pasión. Las cosas empezaron a estropearse en los años noventa. El gran proceso judicial contra la corrupción (Manos Limpias) concluyó con Silvio Berlusconi en el poder. Un empresario acusado de varios delitos de corrupción capitalizaba la crisis política desatada por tantos escándalos seguidos, puesto que la clase media no quería votar a los excomunistas, que seguían siendo el principal partido de la izquierda. Con el profesor Romano Prodi al frente, una amplia alianza de centroizquierda recuperó el poder en 1996.
El ingreso en el euro obligó a efectuar ajustes económicos que acabaron con las alegrías de los años ochenta. La entrada de Italia en el euro no fue alegre, como en España. No les gustaba perder el control de la moneda. No les gustaba tener que renunciar a la devaluación de la lira para mejorar sus exportaciones. La política enrevesada de los años setenta se convirtió en una política ininteligible en la primera década del nuevo siglo. La televisión se apoderó de todo el relato político. Primero eso gustaba. Después empezó a cansar. Vino la crisis del 2008, las políticas de austeridad, los recortes, el gobierno ‘técnico’ de Mario Monti, y de las entrañas de la sociedad surgió el Movimiento 5 Estrellas, el nuevo Frente del Hombre Cualquiera.
El cómico Beppe Grillo, inspirador del movimiento, empezó a triunfar cuando convocó el ‘Vaffanculo Day’ en todas las plazas de Italia, el día de ‘Iros a tomar por el culo’. El Movimiento 5 Estrellas seleccionaba a sus candidatos mediante votaciones por Internet, exigía el compromiso de no ocupar ningún cargo público durante más de dos mandatos, tanto valía un ingeniero como un ama de casa. Amalgamaron un programa con ideas de izquierda e ideas de derechas, y pusieron en escena la entrada del hombre y la mujer de la calle en el Parlamento, ante la mirada atónita de los políticos profesionales. Esa catarsis convirtió en el M5E en la formación más votada en las elecciones legislativas del 2018. Sin embargo, no supieron qué hacer con esa victoria, puesto que no tenían la mayoría absoluta, no tenían aliados y ya empezaban a ser una jaula de grillos. Primero, pactaron con la Liga, colocando Giuseppe Conte, un desconocido abogado del sur, de la región de la Abulia, al frente del Ejecutivo. Conte, que tardó en afiliarse al M5E, demostró ser hábil. Se quitó de encima a la Liga de Matteo Salvini para formar gobierno con el Partido Democrático, reorientándose a la izquierda. Conte gestionó bastante bien los momentos más duros de la pandemia y consiguió, al lado del español Pedro Sánchez, un buen acuerdo sobre los fondos europeos. Llegados a este punto, surgió en el establishment italiano el temor de que Conte, muy proclive a China y no siempre distante de Rusia, se convirtiese en el nuevo amo de la situación, con la palanca de los fondos europeos, valorados en 191.000 millones de euros. Una maniobra parlamentaria encabezada por el ex primer ministro Matteo Renzi (antigua ala derecha del Partido Democrático) provocó la caída de Conte y su sustitución por Mario Draghi, expresidente del Banco Central Europeo, al frente de un gobierno de concentración nacional en el que estarían todos los partidos, excepto los Hermanos de Italia, de Giorgia Meloni, albacea del MSI.
La historia que viene después es conocida por todos. El gobierno Draghi cae en julio de este año, seis meses antes de concluir la legislatura. Todos estaban nerviosos, el Gobierno rechinaba, el M5E, en riesgo de ruptura, quiso presionar a Draghi para que modificará el decreto de ayudas por el encarecimiento de la energía. El primer ministro lo interpretó como un desafío y presentó la dimisión al presidente de la República para pedir de nuevo la confianza del Parlamento. Exigía obediencia y disciplina a los partidos hasta concluir la legislatura en la primavera del año que viene. No fue dúctil, no buscó pactos. O me apoyáis incondicionalmente o me voy. La derecha vio entonces una gran oportunidad y le dejó caer. Los historiadores nos explicarán algún día por qué Draghi abrió la posibilidad de que el Gobierno de Italia se fuese por el desagüe en un momento internacional tan comprometido. En Nueva York, la fundación de Henry Kissinger acaba de darle el premio al mejor estadista del año.
La vigente ley electoral italiana privilegia las coaliciones y la derecha italiana estaba perfectamente preparada para ir en bloque en la votación que se rige por el sistema mayoritario y que escoge al 37% de los diputados. La izquierda, no, dadas las desavenencias entre el Partido Democrático y el M5E. Si una coalición logra barrer en el mayoritario, ya tiene ganadas las elecciones. No hace falta hacer encuestas. El tecnócrata Draghi abrió la puerta el vuelco electoral al gestionar la crisis de julio como un asunto de dignidad personal ofendida. Le habían prometido que sería elegido presidente de la República en enero y no salió. Estaba muy irritado.
¿Y la calle? Perpleja, sin entender nada, mientras sube el recibo de la luz y del gas, y la compra es cada vez más cara. Gente harta, desanimada y más ‘qualunquista’ que nunca. Esa es la clave fundamental de la campaña electoral que mañana concluye, en la que va en cabeza el único partido que no formaba parte del gobierno hundido. Los italianos no se han vuelto fascistas de la noche a la mañana, ni semi-fascistas, ni fascistas desnatados, pero un buen número de ellos se han suscrito mentalmente a ‘L’Uomo Qualunque’, revista que tenía como lema: “Abajo todos”.
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