«A pesar de las 48 horas de gloria, Tamames no deja de ser una persona normal y corriente de 89 años: volviendo a casa en autobús nadie debió levantarse para dejarle sentar»

El espectáculo de Ramón Tamames en el congreso español fue dantesco. De repente, la política volvió a detenerse y el telón volvió a alzarse. Esta vez, con un actor sorprendente e inédito: un hombre de vuelta de todo, absolutamente mal aparcado en ese sillón y en esta sociedad, una patum descontextualizada que sólo entró en ese hemiciclo para hablar de su libro. Y para poder venderlo después a un precio arregladito, por supuesto.

Cuando hubo terminado el paseo por todos los photocalls políticos del Estado, Don Ramón recogió sus cosas y volvió a casa para -políticamente- no volver a salir nunca más. Es cierto que lo hizo con una gran anécdota vital bajo el brazo, de esas que hacen gozo, una historia que hace de buen contar cuando un bisnieto se te pone en la falda, yo de un día para otro salí a todas las televisiones del país porque estuve a punto de derribar un gobierno, caramba, abuelo, qué orejas tan grandes que tienes, son para escucharme mejor, hijo mío.

Y por si fuera poco otra anécdota: Un empresario madrileño invitó al catedrático a un almuerzo para conocer de primera mano su opinión y explica que se puso hasta las trancas de marisco. Cuando el camarero les llevó la cuenta y les preguntó si estaba fresco el marisco, Tamames contestó: "Está todo buenísimo, tanto que me pondrá lo mismo que he comido en un táper para llevarle a mi mujer, que es una enamorada también del mar", contestó el flamante candidato del partido de Abascal. El camarero le llevó encantado el táper y rehizo la cuenta, cuya cuantía superó los 700 euros. El empresario que le acompañaba se quedó de piedra, y es que él fue el encargado de pagarle la cuenta. Es conocida en los mentirosos políticos desde hace décadas la proverbial tacañería del economista.

Pero aunque la aparición estelar de esta semana haya convertido a Ramón Tamames en un personaje único y esperamos que irrepetible, aunque el discurso que perpetró en el Congreso fuera tan patéticamente singular, aunque su acuerdo con Vox haya sido de aquellos que hacen historia, por incoherente y triste, sigue habiendo algo que convierte a Tamames en una persona normal y corriente de 89 años: a pesar de toda la parafernalia mediática, seguro que cuando estaba en el bus, volviendo a casa, nadie se debía levantar para dejarlo sentar.

Como cualquier otro anciano con cierta experiencia en los hombros, en las piernas y en los huesos, debía de verse con la necesidad de pedir por favor a aquel joven de enfrente si podía tener la puta bondad de levantarse. El joven debió de levantar primero la mirada del móvil, quedando sorprendido por la presencia de una persona viva a un metro de su asiento, y, finalmente, debía de hacer el gesto elegantísimo de dejarlo sentar, y por tanto, sólo faltaría. Un señor, ese joven. Sólo ha habido que decírselo una vez.

Tamames, en ese sentido, no deja de ser un viejo más. Un viejo invisible en los buses, trenes y metros de nuestro país. Los viejos como él no existen. Y, si existen, se les ignora con una tranquilidad de espíritu que pone los pelos de punta. Hemos ido creando una sociedad en la que el único derecho que se reconoce a la gente mayor es el de morir. Y, a ser posible, más temprano que tarde. Pero los asientos, ay, amiga achacosa, los asientos serán siempre nuestros.

¿Qué más debe hacer una persona de edad avanzada para ser respetada al entrar en un espacio público? ¿Debe exagerar la cojera (o inventársela, incluso) para transmitir más vulnerabilidad? ¿Debe llorar mientras entra en el tren, para generar compasión? ¿Grutar de dolor mientras se amputa los brazos en directo con una cucharilla? ¿Quizás debe sacar una pistola y disparar al aire sólo poner un pie en el autobús para anunciar su presencia y hacer saltar del asiento a los más acojonados?

¿Qué más debe pasar para que dejes estar un segundo el móvil y eches un vistazo a tu entorno? Necesitas que el hombre tembloroso te enseñe el DNI, que te multen, que vuelvan a educarte desde cero, que la vieja sea reconocible, que sea tu vieja, que te amenacen, que te expulsen del metro y ¿te peguen una paliza en el andén? ¿Qué crees que necesitas para entender de una vez por todas que las personas mayores no sólo tienen derecho a vivir, sino que incluso tienen el descabellado derecho a ser vistos?

Me siento viejo escribiendo esto tan antiguo, y me agota enormemente, porque tener que hacer un artículo sobre un tema como éste es lamentable. Por más viejo que me esté sintiendo, sin embargo, ni se le ocurra levantarse para dejarme sentarme cuando me ve en el metro. Nunca lo ha hecho, sólo faltaría que ahora lo hiciera ante la persona equivocada. - naciodigital.cat