Me odian y eso no tiene importancia, pero me obligan a odiarlos, y eso sí que los tiene, decía Fuster. Odio, es un concepto que se emplea con mucha ligereza, como nazi, facha o etarra. Sin ir más lejos, hablemos de la polémica suscitada por la piñata de Sánchez en la calle Ferraz. Ya saben: un grupo de exaltados, hay que decir que no muy educadamente, entendió que pasar el enojoso ritual de la uva de Nochevieja atizándola a un muñeco con la imagen del presidente, era preferible a contemplar cómo Ramón García se ponía la capa castellana en la Puerta del Sol. o ver en la tele el vestido imposibe de Pedroche.

La reacción de algunos miembros del Gobierno no se hizo esperar. Los mismos que habían asistido con solemne impavidez a otras manifestaciones de punkismo político como la quema de imágenes del Rey, de Puigdemont, de la bandera de Israel o de cualesquiera otros símbolos cargados de significado para muchos ciudadanos, acudieron a tropel ante la policía y el fiscal (funcionarios que ya deben estar curados de susto en estos temas) invocando a la comisión de un delito de odio.


Un delito que, por cierto, tiene como finalidad proteger a colectivos vulnerables de incitaciones a la agresión y la discriminación que puedan suponer un peligro objetivo para estos. Tanto es así que hay que referir su origen a las manifestaciones de antisemitismo que acabaron concretándose en el Holocausto, de lo que podemos deducir que ni el Rey, ni Sánchez, ni Puigdemont, ni los jueces, ni la Guardia Civil son un colectivo “diana” cuya indefensión preocupara al legislador europeo cuando redactó las directivas de las que procede el delito español.

El odio está definido como un sentimiento de profunda antipatía, disgusto, aversión, enemistad o repulsión hacia una persona, cosa, o fenómeno, así como el deseo de evitar, limitar o destruir a su objetivo. El odio se describe con frecuencia como lo contrario del amor o la amistad; otros, como Elie Wiesel, consideran a la indiferencia como lo opuesto al amor, o Montaigne cuando decía que “lo que odiamos es algo que nos tomamos en serio”. El odio no es necesariamente irracional o inusual. Es razonable odiar a gente u organizaciones que amenazan o hacen sufrir, o cuya supervivencia se opone a la propia, o sea que no tengo tan claro hasta qué punto el Gobierno acusa de odio básicamente a quienes no comulgan con ellos y su discutible modo de pensar y actuar.

Todo esto del odio, del delito, de odio viene a raíz de la ley mordaza perpetrada después del 15-M, que, de hecho, da patente de corazones al Estado para actuar impunemente contra todo lo que discrepe de su discurso o simplemente le moleste, y es preocupante porque recorta no ya la libertad de expresión sino derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos, que permanecen indefensos ante esta maquinaria de represión orwelliana. Una maquinaria que se ha activado y descontrolado a raíz del juicio del proceso y los hechos posteriores, Quizás sería bueno informar a los señores fiscales que odiar no es delito, ya partir de ahí quizás nos empezaríamos a entender y dejarían de banalizar instrumentalmente el delito de odio y los jueces podrían impartir justicia justa. Y eso Sánchez y sus ministros deberían saberlo antes de rasgarse  hipócritamente las vestiduras.