Como se sabe, la novela es la historia de un día en la vida de Leopold Bloom en la ciudad de Dublín, un 16 de junio de 1904. Ese es también el año en que Joyce abandona Irlanda para iniciar una vida de escritor errante que lo llevará primero a Trieste, luego a París, y finalmente a Zúrich, donde fallece en 1941. Ese doble nomadismo –el biográfico del autor y el de la literatura que la novela narra tomando La Odisea de modelo– celebra este año en Irlanda y las principales capitales culturales del mundo el centenario de la modernidad literaria que Joyce inauguró con Ulises. Peregrinaciones a Dublín en Bloomsday el día 16, homenajes en París, conferencias en Barcelona, y exposiciones en Nueva York acompañan el centenario en una ola de reconocimientos. Una autodenominada Orden de Finnegans reúne a un grupo de escritores españoles, entre ellos Enrique Vila-Matas, que se movilizan en torno al aniversario dentro y fuera de España, mientras Galaxia Gutenberg republica la primera versión del castellano de Ulises, traducida con elocuencia por el argentino José Salas Subirat y publicada originalmente en Buenos Aires en 1945. La editorial suma a este regalo la publicación de Todos somos Leopold Bloom, del escritor Eduardo Lago, un experto del tema y quien describe a Ulises como uno de esos libros a los cuales “se siente la necesidad de regresar constantemente”, a la manera en que Faulkner hablaba del Quijote. En los cien años que van corridos de su publicación, mucho se ha dicho y escrito sobre la influencia radical de Ulises, desde la deuda mentada por T. S. Eliot a los experimentos de Oulipo y la literatura del nouveau roman francés de los años cincuenta, pasando por la inolvidable “Invocación de Joyce” que dejara Borges, su primer lector en América Latina: “Qué importa nuestra cobardía si hay en la tierra un solo hombre valiente / qué importa la tristeza si hubo en el tiempo alguien que se dijo feliz / qué importa mi perdida generación / ese vago espejo / si tus libros la justifican”.
Espacio de escritura y riesgo más vasto y penetrante que ningún ismo de ocasión, más ejemplar que ninguna biografía de autor, más inspirador y lúdico que ningún otro maestro contemporáneo, y más peligroso que ningún otro libro escrito en los últimos cien años, Ulises es la Biblia de los náufragos y la vindicación del naufragio al mismo tiempo. Vale la pena recordarlo hoy, cuando la literatura vuelve a ser quemada en el altar de la pureza ideológica o de la utilidad mercantil, ambas por separado cuando no juntas para cerrar el círculo vicioso de la cancelación. Vale la pena evocarlo hoy, porque Joyce y sus libros fueron quemados por la censura o pasados por la guillotina editorial varias veces y desde el primer momento de su aparición como escritor. Su volumen de relatos, Dublineses, fue rechazado al menos una media docena de ocasiones hasta encontrar en Londres un editor que se interesó y luego se arrepintió, triturando la copia para evitar cualquier acusación de complicidad con las indecencias del volumen. En respuesta, Joyce escribió un largo poema donde un narrador ficticio –el editor en cuestión– se lamenta paródicamente de su suerte al recibir un original por debajo de las alturas de su oficio, y entonces decide quemarlo, hincarse ante sus cenizas, absorber por el culo los papeles calcinados, y expiar el crimen a punta de pedos y gruñidos, farts and groans, como dice el poema. Todo esto con la esperanza de que algún día el autor en cuestión, es decir Joyce, vuelva donde el editor a buscar el manuscrito ceniciento, introduciendo la mano derecha entre sus nalgas para firmar de puño y letra el texto allí donde se encuentra fantásticamente deshecho.
Estas cerezas y otras guindas de la torta se despliegan en la Morgan Library en una exhibición de homenaje al centenario de Ulises, y donde el visitante puede seguir el itinerario personal de Joyce tanto como el de su obra a través de fotografías, manuscritos, notas sueltas y aproximaciones críticas. El esfuerzo es encomiable no sólo por el carácter único y privado de algunos documentos de época, sino también por la reconstrucción que la curaduría de Colm Tóibín, novelista e irlandés como Joyce, realiza sobre la prohibición que enfrentó Ulises en la misma Nueva York que hoy lo acoge con honores en uno de los sitios icónicos de la ciudad. En efecto, por más de una década, la novela de Joyce permaneció sumergida en la ilegalidad de su lengua original a uno y otro lado del Atlántico, circulando de forma clandestina bajo el aspecto de fragmentos, capítulos serializados con omisiones flagrantes, e incluso una versión pirata que Joyce denunció públicamente en una carta que suscribieron desde Albert Einstein por la ciencia hasta Gaston Gallimard por el mundo editorial, y que llevó la rúbrica de Thomas Mann, André Gide, Virginia Woolf, y Miguel de Unamuno, entre muchos otros. Acusado de ser un libro “obsceno, procaz, y lascivo”, Ulises encontró entonces unos pocos aliados en Margaret Anderson y Jane Heap, feministas de la primera hornada que publicaban fragmentos autorizados de la novela en The Little Review, una modesta publicación que muy luego cayó bajo la mira del futuro Gabinete Federal de Investigación, o FBI, que por entonces llevaba el nombre de División General de Inteligencia, dedicado a crear fichas de intelectuales y artistas proclives a las ideas extranjerizantes, el comunismo, y la disolución de Occidente en América.
La historia completa de esta persecución y su desenlace está consignada en el magnífico libro del historiador literario Kevin Birmingham, The Most Dangerous Book (publicado en 2015 pero no traducido aún al castellano, hasta donde he podido saber). Birmingham traza allí las dificultades que tuvo Joyce desde el comienzo mismo de su aventura literaria, hasta la batalla por la publicación de Ulises, cuando en un acto de arrojo el presidente y director de Random House, Bennet Cerf, entonces propietario de la editorial en sus primeros pasos, decidió traer desde París un ejemplar para obligar a la justicia a requisarlo e iniciar así un proceso formal en contra del estado de Nueva York y de la Sociedad por la Supresión del Vicio que operaba en la ciudad. Acompañado del abogado Morris Ernst, miembro de la Unión de Libertades Civiles en América, ACLU por sus siglas en inglés, y asesor legal de la editorial, los representantes de Random se lanzaron de cabeza a la judicialización del proceso moral orquestado por la División General de Inteligencia, dejando en manos del juez John Woosley la decisión final. El veredicto, tan contundente como fundamentado, se transformó en una pieza de crítica literaria en sí misma, al punto de editarse en formato de libro: para Woosley, el Ulises de Joyce era “un intento serio y sincero de disponer de un nuevo dispositivo que permitiera la observación y descripción de la humanidad”, mientras que los supuestos pasajes obscenos de los que se acusaba al libro provocaban más bien sentimientos de rechazo que excitación sexual. Fin de la discusión: era el año 1933 y Ulises tenía luz verde para cabalgar en la lengua que le había dado la vida.
Desde entonces, la actualidad de Joyce sólo crece y se agiganta, como decía la canción de Ángel Parra. Para confirmarlo basta con las novedades brutales que traen las noticias de la realidad: los artistas en Cuba son condenados a vivir en la cárcel durante años por el Estado de la revolución, mientras las mujeres norteamericanas son despojadas de sus derechos sexuales adquiridos por la ultraderecha enquistada en la administración de la justicia federal. Se me ocurre que ambos fenómenos están vinculados al legado de Joyce, al centenario de su obstinación contra la censura, por una parte, y a la colaboración y complicidad que encontró en las mujeres, por la otra. Ahí están los ejemplos de Sylvia Beach en París, de Anderson y Heap en Nueva York, de Harriet Shaw Weaver que publicó Ulises en Inglaterra y perdió sus títulos familiares por el atrevimiento, así como de su esposa Norah Barnacle, mujer que no se arredró a la hora de los escándalos y las acusaciones de obscenidad y pornografía que recayeron sobre Joyce casi desde el primer momento de su vida de escritor.
Silencio, exilio, astucia, han sido desde entonces las palabras dominantes de la modernidad literaria, las mismas que Sthepen Dedalus, el otro héroe de Ulises, nacido de su propia oposición al realismo funerario del siglo diecinueve, se repite a sí mismo como un mantra al dejar atrás Irlanda y sus pasiones, ya en el final de la novela de formación Retrato del artista adolescente. ¿Qué hay, en efecto, detrás de una vida que se lanza a la aventura sino el de crear su propio lenguaje a través de ese trabajoso sueño con los ojos bien abiertos que es la literatura? El mismo Joyce responde a la pregunta en un pasaje de su primera novela. Lo hace a través de la paradoja, como quería Kierkegaard que se pronunciaran las verdades universales contra los llamados de sirena y los particularismos que nos exigen máxima lealtad y obediencia. Hela aquí: una madre lanza a su hijo al río y un cocodrilo hambriento lo agarra para devorarlo. Espantada, la madre exige al cocodrilo que se lo devuelva. No fue su intención alimentar a una bestia. El cocodrilo acepta, a condición de que la madre acierte a decirle lo que el cocodrilo hará a continuación: si comerse al niño o devolverlo. La madre se aviene al desafío como Edipo ante el enigma de la esfinge. Su única respuesta se orienta a salvar al niño: te lo vas a comer, le dice, esperando que el cocodrilo acepte esta verdad y se lo devuelva. Pero el cocodrilo no puede tolerar tanta luz sobre su conducta y menos que la madre esté en lo cierto, entonces devora al niño, incumpliendo su promesa. Tal es la paradoja del poder, popular o reaccionario, que el cocodrilo esconde detrás de la palabra empeñada. En Cuba, en Estados Unidos, en Chile. Tal es también la razón, imagino, para que exista y persista un libro como Ulises. - Rialta.
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