La primera vez que Jordi Pujol habla de inmigración es en 1958 –dos años antes de su ingreso en prisión–, en el libro La inmigració, problema i esperança de Catalunya, a través de unas opiniones, que Pujol calificó, cuatro décadas después, de “error garrafal”. El libro alude a la inmigración de aquellos años, básicamente andaluza, “hombres cuya ignorancia natural les lleva a la miseria mental y espiritual”, “seres insignificantes, incapaces para el dominio o la creación”, “la muestra de menor valor social y espiritual de España”. “Si por la fuerza del número llegaran a dominar, sin haber superado su propia perplejidad, destruirían Catalunya,” –todos estos entrecomillados son, hasta aquí, puntos de vista decimonónicos; pero, zas, aparece de pronto el siglo XX a tutiplén– “e introducirían su mentalidad anárquica (…) es decir, la falta de mentalidad”.

La última frase vincula a Pujol con el racismo conservador del último tramo de la Restauración y la II República, momento en el que la derecha defendía que el anarquismo –la tradición política viva y autóctona más longeva en Catalunya, si exceptuamos, me temo, al carlismo– era un extranjerismo, venido a través de la emigración, inculta, violenta y, además, murciana. En realidad, desde la fundación de la CNT –1910–, hasta el fin de la Guerra Civil, ese sindicato supuso –en ausencia de instituciones con esa voluntad– la recepción, la acogida, el trato de los migrantes como seres humanos iguales –rol que, posteriormente, ejercieron CC.OO. y el PSUC, en los sesenta y setenta–. Pujol, en todo caso, se retrotrae, en sus frases, a mitos derechistas. Como la supremacía germánica, superior al carácter semita español, algo vertebrado por Prat de la Riba. Y a la relación CNT-emigración, a la ubicación del anarquismo, del conflicto social, como elemento externo, ajeno a la nación. 

El libro, y esas perlas, fue reeditado en 1976. Un año después, Pujol se presenta a las elecciones –que resultaron constituyentes– de 1977. Para borrar rapido el recuerdo de aquel libro, escribe una serie de artículos en El País, en los que aparece la máxima, muy inclusiva, del pujolismo ante el tema de los desplazamientos humanos hacia Catalunya: “Es catalán aquel que vive y trabaja en Cataluña”. Pujol otorga la ciudadanía plena a los que acceden a la sociedad catalana desde otra. Es más, parece haber rechazado su racismo inicial mucho antes, en los sesenta, tras su encarcelamiento. En 1964, de hecho, aparece un libro fundamental, que supuso un cambio absoluto ante el tema. Els altres catalans, de Paco Candel, un novelista en la órbita PSUC. Se trata de un volumen en el que se otorga carta de ciudadanía y de igualdad a la emigración andaluza, en aquel tiempo ya un sujeto social, comúnmente marginado, y fundamental para las movilizaciones en las fábricas y los barrios. El libro explica la emigración, y la necesidad cívica de una sociedad abierta, que sepa acogerla. Pues bien, Pujol participa económicamente en ese éxito editorial, costeando el costoso proceso de elaboración de aquel libro-reportaje. Pujol, aquel racista de los años cincuenta, que se retrotraía a los clásicos del género, ¿había caído de la mula en los sesenta? Parece que no.

En 2010 la campaña de Mas giró sobre la idea de introducir carnets para inmigrantes, que ganarían puntos según se fueran integrando.  Convergència es la lista que, en las municipales de 1978, incorpora más alcaldes franquistas. Lo que no es malo. Es incorporar a la democracia un colectivo que podría haberse quedado en otro sitio. Esa incorporación supone, no obstante, la incorporación de más cosas, de cosmologías anteriores, incluso del llamado franquismo sociológico. Como la percepción racista del xarnego/murciano salvaje, incivilizado, anarquista, izquierdista, violento, ajeno al orden catalán. Y Pujol no deja de incorporar esa amenaza, que va gestionando en el tiempo. Por ejemplo, a través de su esposa, que periódicamente habla contra els castellans y, posteriormente, contra los musulmanes. Pujol, en ese trance, defendía a su esposa, en tanto emitía opiniones, decía, muy extendidas en Cataluña. Para agregar, luego, que las políticas de CiU al respecto eran más abiertas. 

El fin del procesismo parece estar conduciendo a un auge de la identidad –esto es, de la expulsión de los diferentes–, y cierto aislacionismo, la idea trumpista de que el mundo no nos quiere coge cada vez más fuerza. - Guillem Martínez a ctxt.es