UN 2025 ESPERANZADO


¡Un cuarto de siglo, ya, del XXI! El siglo que a nosotros nos trajo el euro es ya un joven veterano que se adentra en la madurez. ¿Llega el año 25 con el optimismo bajo el brazo? No. Peor aún: a medida que el siglo avance, los problemas del presente tenderán a exasperarse. Las actuales guerras podrían ser el aperitivo de una nueva guerra mundial. La crisis climática normalizará tragedias como la valenciana –lo repiten, alarmadísimos, los expertos–. El repliegue nacionalista de los estados encontrará en la segunda presidencia de Trump un marco sistémico. El segundo Trump puede marcar época. Pueden exasperarse en todas partes los fenómenos que explican el retorno de este presidente tan poco convencional: migraciones, identidades heridas, empobrecimiento de las clases medias, guerras culturales. Etcétera. No es necesario alargarse en la descripción de los males.

¿Cómo debemos encarar el futuro? ¿Gritando, histéricos, ante el apocalipsis que se avecina? ¿Agarrados al estoicismo elemental, que recomienda dejar de preocuparse de lo que no depende de nosotros? ¿Utilizando los presagios pesimistas como una justificación del egoísmo, eso es, como una incitación a consumir más, a contaminar más, a seguir exasperando los pleitos políticos y a tensar la vida social a fin de complacer una visión superficial y tópica del carpe diem?

Son las tres corrientes más habituales en Occidente desde la crisis del 2008. Apocalípticos, indiferentes y cínicos. Por un lado, la desesperación de los esclavos del miedo. Por otro, la indiferencia, la pasividad. Finalmente, el cinismo, la respuesta más descarada o menos hipócrita, pues proclama sin rubor que, si llegan malos tiempos, es mejor aprovechar el presente para quemarlo todo; y que se las compongan como puedan las futuras generaciones. Estas tres formas de encarar el futuro son hijas del pesimismo actual, que no es sino la otra cara del insensato optimismo de finales del XX y principios del XXI, cuando la caída del comunismo y la revolución liberal habían extendido en todo Occidente el hedonismo como único referente moral, esto es: los placeres y satisfacciones individuales como única meta.

Sin embargo, si las respuestas morales al miedo al futuro son tres, la respuesta política que más claramente ha cristalizado es la de los reaccionarios, que ahora llamamos trumpistas: nostálgicos de los tiempos seguros y claros de un pasado idealizado. ¿Queda espacio para algo más? Quedan restos de optimismo tecnológico, pero muy averiado, pues la IA provoca más miedo que confianza. Pero sobre todo queda un espacio indefinido, potencialmente enérgico y transformador: el espacio de la esperanza, en el que podrían encontrarse los herederos del marxismo humanista, del cristianismo integrador y del liberalismo crítico.

La esperanza o transforma o no es esperanza. El optimismo es fácilmente vencido por la pésima realidad. En cambio, la esperanza transforma a los que se sienten inspirados por ella, aunque la realidad a la que se enfrentan sea indeciblemente dura. Mientras la creencia en el progreso se aferra a un futuro hipotético, la esperanza cristiana –sostenía Joseph Ratzinger– ya actúa en el presente “como una confianza activa de que nuestra vida no termina en el vacío”. En plena dictadura estalinista, el liberal Václav Havel sostenía que, incluso cuando parece que todo está perdido, mantener una actitud esperanzada y combativa tiene sentido porque genera una dinámica que un día u otro germinará.

Lo importante –decía el marxista Ernst Bloch– es aprender a esperar. Esperar nada tiene que ver con el optimismo. Lo estamos viendo: cuando el futuro de color rosa no llega enseguida se transforma en pesimismo. Consciente de las dificultades del presente, sobreponiéndose al miedo al futuro, quien espera no es pasivo ni se deja dominar por el pesimismo. El esperanzado amplía sus horizontes y los de aquellos que le rodean. Ayuda a resistir la tentación de la melancolía y la nostalgia. Calma la irritación, combate la desesperación, cuestiona la rendición hedonista, refrena las tentaciones suicidas. Bajo la espesa oscuridad del presente, el esperanzado –insiste Bloch– combate activamente por un futuro digno porque, lúcido pero no desesperado, sabe que no hay “ningún paraíso sin sombras en la entrada”. Antoni Puigverd, en la vanguardia.com

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