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EL MAL DE LA BANALIDAD


Pete Hegseth, cumple admirablemente los requisitos para el cargo que ocupa como secretario de Defensa, en el actual régimen de Estados Unidos. El jefe del departamento que dirige la fuerza militar más letal del mundo, está acusado de ser un borracho perdido y, siguiendo el ejemplo del que lo nombró, un acosador sexual. John Carlin.

Hoy el mal que combatir es la lectura. El jefe del Pentágono ha retirado 381 libros de la biblioteca Nimitz de la Academia Naval de Estados Unidos, todos relacionados con temas que la Administración en Washington considera “antiamericanos”, como el racismo, el feminismo, el transgénero, la violencia policial y los discapacitados. No se sabe si los libros han sido quemados, pero la lista negra incluye Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado, de la célebre autora negra Maya Angelou, y Recordando el Holocausto, sobre mujeres víctimas de los nazis. En cambio, dos ejemplares de Mein Kampf de Adolf Hitler siguen en las estanterías. Tampoco se ha tocado La curva de la campana, que argumenta que los negros y las mujeres son menos inteligentes que los hombres blancos, pero un libro que refuta la tesis, sí, adiós.

Todo perfectamente coherente con lo que podríamos llamar, con cierta exageración, la filosofía reinante en Estados Unidos. Pero sorprende que no se haya ido más lejos. Prohibir libros en aquel país es poco más que un acto simbólico. Para realmente evitar que las mentes de las masas se contaminen con ideas peligrosas, el régimen debería extender la censura a las películas y a las series de televisión.

Como precedente histórico podrían fijarse en la labor de Roy Cohn, el abogado en jefe del Comité de Actividades Antiestadounidenses que presidió el senador Joseph McCarthy, azote del “comunismo” de Hollywood en los años cincuenta. Más tarde Cohn llegó a representar a dos familias de la mafia neoyorquina, los Genovese y los Gambini, y durante 14 años, al joven Donald Trump.

En su papel de asesor de McCarthy, y anticipándose a las tendencias del actual movimiento MAGA, Cohn identificó no solo libros sino películas que atentaban contra los valores fundacionales de la república. Una de ellas fue El halcón maltés, un clásico que tuvo como protagonista a Humphrey Bogart. Lo que no pudo lograr Cohn fue prohibirla. Hoy la Administración Trump tiene la oportunidad de enmendar el error.

Es curioso cómo las cosas han cambiado desde el primer mandato del capo naranja. El secretario de Defensa entonces fue el general Jim Mattis. Dimitió después de dos años, entre otras cosas porque, como dijo en su carta de renuncia, no estaba de acuerdo con la política de su comandante en jefe de romper con sus antiguos aliados europeos. Hubiera dimitido también si se le hubiera pedido retirar libros de las bibliotecas militares.

Un tipo culto que nunca congenió con Trump (más bien ejerció el papel de lo que en inglés llaman “el adulto en la habitación”), Mattis siempre insistió en el valor de la lectura. Dijo una vez que leer las obras del arzobispo sudafricano negro Desmond Tutu, premio Nobel de la Paz por su lucha contra el racismo del apartheid, tenía tanto valor para un militar, o para cualquiera, como las del clásico teórico de la guerra Carl von Clausewitz. Mattis siempre estuvo a favor de la diversidad en las fuerzas militares, de promover la presencia de gais, mujeres y negros.

Hegseth y su jefe, no, al punto de que además de prohibir libros han exigido la eliminación de los archivos del Pentágono de fotos del avión que lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima porque se llama Enola Gay; de la primera mujer que aprobó el curso de infantería de los marines; de soldados negros que combatieron y recibieron medallas en la Segunda Guerra Mundial.

Lo que obliga a pensar que las posibilidades que propongo aquí para la futura censura de películas y series quizá no sean tan disparatadas. Hoy en Washington el absurdo y la locura –la locura maligna– son la nueva normalidad.

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