¿Cómo definiría qué es la consciencia?
Es un estado de la mente que perdemos cuando dormimos sin soñar o cuando nos anestesian en un quirófano. Pero esta no deja de ser una definición poco profunda, porque en realidad la naturaleza íntima de la consciencia no la sabemos.
¿La conoceremos algún día?
Puede ser. Lo que tengo mis dudas es de si el cerebro del hombre actual, de hoy, que es el más evolucionado que existe, puede llegar a entenderla, aunque no es tan importante como pudiéramos pensar. Lo que nos interesa, desde un punto de vista práctico, son esos mecanismos del cerebro que la hacen posible. ¿Para qué? Para que a una persona que la haya perdido en un accidente de trabajo o por una enfermedad se la podamos devolver, con independencia de que no sepamos qué es. Pero si vuelve, ahí está.
“La mente y la consciencia humanas tienen mucho de metaverso, de ilusión”, asevera en el libro.
Así es. Vivimos en un mundo que podemos conocer gracias a la imaginación, al pensamiento consciente. Si no tuviéramos ese pensamiento consciente, ese metaverso, seríamos como un vegetal: naceríamos, viviríamos y moriríamos, pero nunca nos daríamos cuenta de nuestra propia existencia. Es esa capacidad consciente de pensar, razonar y vivir en una ilusión consciente, la que le da sentido a nuestra vida.
¿Cuál es la mayor ilusión que genera nuestro cerebro?
Que vivimos dentro de nuestro propio cuerpo. No hay duda de que es así, pero no deja de ser una ilusión, y es tan fácil modificarla en un laboratorio sin la necesidad de tomar drogas… No obstante, es una ilusión práctica. ¿Te imaginas lo que significaría que cuando yo me moviera, sintiera que mi cuerpo está aquí y mi consciencia en el otro extremo de la sala? Eso haría que me equivocara constantemente. Por ejemplo, a la hora de alcanzar objetos.
A pesar de vivir en una ilusión, dice que el cerebro no nos engaña.
La propia pregunta –“¿nos engaña el cerebro?”- es un engaño. Porque yo podría preguntar: “¿A quién engaña?”. En todo caso se engaña a sí mismo, al propio cerebro, y uno no puede pensar que es algo diferente a su cerebro. ¿Qué soy yo sin él? Nada. Sería piel, músculos, huesos… Yo soy mi cerebro.
Si vivimos en una ilusión, nunca podremos conocer el mundo externo, dice el neurocientífico Christof Koch.
Y tiene razón. La visión que tenemos del mundo es una visión transformada que ha pasado por el filtro del cerebro. Este no ve el mundo tal y como es. Fuera de nosotros solo hay materia y energía. El cielo azul que estoy viendo ahora mismo lo crea el cerebro. ¿Significa eso que ahí afuera no hay nada? No. Lo que ocurre es que esa energía electromagnética penetra por nuestros sentidos y nuestro cerebro la transforma en luz, en colores, que en realidad únicamente están en nuestra mente. El cerebro ve el mundo a su manera.
La propia pregunta de si nos engaña el cerebro es un engaño: Yo soy mi cerebro”
De una manera pragmática.
Exacto. Un ejemplo. Aunque es el cerebro el que siente el tacto cuando toco con la mano un libro, de una forma misteriosa que los científicos todavía no hemos podido explicar, siento el tacto en mi mano. La prueba de que eso es así está en los miembros fantasma. Una persona que ha perdido una mano en un accidente laboral sigue sintiendo el tacto de la mano que ya no tiene, y eso demuestra que son las partes del cerebro que procesan el tacto las que están creando el sentimiento de tocar.
Si es nuestro cerebro quien crea la ilusión de lo que vemos, entonces, ¿cómo saber que todos los humanos percibimos exactamente igual la realidad?
No lo sabemos. Uno no puede penetrar en la mente de otra persona. Es la característica más importante de la consciencia: la subjetividad. Mi consciencia es mía y solo mía. De hecho, y ahora que está tan de moda la IA, podría relacionarme con seres no conscientes que se comportan de manera idéntica a como lo haría un ser que sí lo es y creer que ese artilugio es consciente. Puede parecer algo mágico, pero es la prueba contundente de que la experiencia consciente es plenamente subjetiva.
Usted conjetura que, quizás, la capacidad del cerebro para entender el fenómeno de la consciencia podría no haber evolucionado al no tener valor adaptativo.
Es cierto. Un chimpancé tiene un cerebro consciente, que pesa alrededor de 500 gramos, pero que no sabe hacer raíces cuadradas. Es un cerebro con limitaciones. ¿Por qué vamos a pensar que el nuestro, que pesa algo menos de un kilo y medio, tiene capacidad para entenderlo todo? Es probable que no tenga capacidad para entender qué es la consciencia en su intimidad. ¿Lo vamos a saber algún día? Puede ser. Dentro de pongamos diez millones de años, los seres que nos hayan sucedido en la evolución puede ser que tengan un cerebro capaz de entenderlo. Lo que ocurre es que es muy probable que tengan otros problemas que ahora nosotros no tenemos, y ese será el precio que tengan que pagar por haber accedido a la promoción de saber qué es la consciencia. Un mono no sabe hacer una raíz cuadrada, pero no tiene el problema de saber qué es la consciencia, ese problema lo tendrá cuando sepa hacer una raíz cuadrada. Tener limitaciones y desconocer la naturaleza íntima de la consciencia tiene otras ventajas.
“Que la consciencia nos parezca algo misterioso ayuda a creer en que hay algo más allá de ella”
Dígame alguna.
Es una hipótesis que propongo en el libro. El hecho de que la consciencia nos parezca algo misterioso ayuda a que creamos en que hay algo más allá de ella. La gente que vive en un mundo de pobreza o enfermedades necesita algo para resistir. Es posible que la evolución haya creado el propio desconocimiento de la consciencia como un mecanismo para originar resiliencia.
Josep Fita - Licenciado en Periodismo por la UAB, trabaja en La Vanguardia desde el 2010. Actualmente, en la sección de Sociedad, donde escribe sobre salud, ciencia o educación. jfita@lavanguardia.es

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