La concepción de la libertad de Isaiah Berlin interpela nuestras crispadas sociedades actuales, tan exigentes de unanimidad. El derecho a llevar la contraria y a no ser deformado por ello equivale al análisis de sangre que prescriben los médicos. Indica el estado de salud de nuestra democracia: en la Catalunya del procés y en la España de la visión aznariana de la nación (visión que pervive incluso cuando el gobierno está en manos socialistas) no se respeta el derecho a llevar la contraria, eso es, el derecho de los individuos, aunque sean pocos, aunque sea uno solo, a defender una opinión singular sin que lo avergüencen en el ágora, lo silencien en los medios, lo deformen con mentiras y falsas noticias o las vociferantes mayorías lo sometan a bullying en las redes. La visión de la libertad que defendía Berlin implica aceptar (favorecer, si es necesario) que Vox se exprese (pactar con ellos es otra cosa). La visión liberal de la democracia queda arruinada cuando se silencia, dejándola en manos de los jueces, una reclamación política (por equivocada que parezca).
Otra de las grandes aportaciones de ­Isaiah Berlin se refiere a la historia de las ­ideas. Sus lecturas de los pensadores ilustrados han significado para la filosofía y ­para la ciencia política lo mismo que una lavadora para la ropa sucia. Berlin limpió de adherencias impropias y de lecturas deformadoras el bagaje de la ilustración; y consiguió desvelar errores de interpretación de filósofos ilustrados, y de sus seguidores contemporáneos, demostrando que, paradójicamente, muchas de aquellas visiones a menudo estaban inspiradas no en la razón, sino en creencias heredadas.
Es lo que hace con Immanuel Kant, a quien, en un capítulo de su libro 'el sentido de la realidad', relaciona con el nacionalismo de Herder y Fichte. Berlin desde luego recuerda que, aparentemente, Herder y Kant son antagónicos. Si hay un filósofo de la razón, la universalidad de los valores y del respeto a la alteridad es Kant, mientras que Herder es el abanderado de los vínculos inmutables, basados en valores culturales, tradicionales o raciales contrarios al universalismo. Pero estudiando con detalle sutil la visión kantiana de la naturaleza (contemplada como hipotética causa de perjuicios a la libertad), Berlin demuestra que Kant desarrolla no una visión racional, sino tradicional (de origen pietista, protestante, con componentes de resentimiento alemán) de las relaciones del individuo con la realidad. Esta visión más bien estoica (prescindo de todo lo que puede estorbar mi libertad) acaba promoviendo un resistencialismo del yo que será aprovechado por Fichte, discípulo de Kant, para reivindicar un yo colectivo resistencial, incontaminado, precursor del nacionalismo.
No sé si he sabido explicarlo bien (soy un turista en estas materias). El caso es que este vínculo que Berlin detecta entre Kant y el nacionalismo (él lo explica muy bien y con muchas páginas) me ha recordado la pregunta que siempre planteo, inútilmente, a intelectuales liberales españoles: ¿cómo estáis tan seguros de que no sois nacionalistas? Si resulta que hasta el racionalísimo Kant era deudor de la tradición cultural y religiosa propia, ¿cómo conseguisteis vosotros, coincidiendo en tantos aspectos con la nación española que defiende Vox, que en el humus de dos siglos de nacionalismo (dictaduras incluidas) no germinara ninguna de vuestras emociones?