La frase francesa tan famosa de laissez faire tiene una historia fascinante —se cuenta que la pronunció por primera vez un mercader y banquero francés que así resumió lo que un gobierno debía hacer, el dejar hacer a la gente: dejarlas solas, sin meterse en sus asuntos.

La frase se convirtió en algo repetido y al final ella resume sin detalles una visión del ser humano.

Laissez-nous faire; laissez faire et laissez passer; laissez faire et laissez passer, le monde va de lui même.

Todas estas maneras de expresarlo tienen un mismo común denominador: déjenos solos, dejar hacer y dejar pasar, dejar hacer y dejar pasar que el mundo se mueve por si mismo.

Es, el el fondo, la idea de un ser humano capaz por sí mismo y, más aún, de un conjunto de seres humanos capaces de hacer cosas con méritos y esfuerzos propios.

El editor de esta página suele contar la historia que narra Facundo Cabral sobre su abuela —ella, frente a un político en campaña que le preguntó “¿Qué puedo hacer por usted, señora?”, respondió “Con tal que no me joda, es suficiente”.

Otras palabras, pero la idea es la misma.

Una de las mejores maneras de comprender la famosa frase es ver su opuesto —en esos tiempos, significó la sencilla exclamación que reaccionaba en contra de la interferencia gubernamental en los asuntos de mercaderes y banqueros: si nos dejan libres nosotros lo podemos hacer, no necesitamos la ayuda del gobierno y sin ella lo haremos mejor.

Su opuesto es la interferencia estatal, la intromisión gubernamental en asuntos privados.

Me resulta muy congruente esta mentalidad con la idea que contiene el principio de subsidiariedad de la Doctrina Social Católica —y que es entendido como la mejor solución que puede tenerse es la que realiza la persona más cercana a la situación: las mejores decisiones serán tomadas por quienes tienen un interés personal, conocen mejor la situación y están más cerca de ella.

La abuela de Cabral puede atenderse mejor ella que el político hacer eso mismo.

Hay un buen tono de optimismo en el laissez faire, pues parte del supuesto de que cada ser humano tiene altas capacidades, que él puede razonar y decidir, que tiene conocimientos y que no puede ser sustituido sin serias consecuencias.

Se parece, de buena manera, al niño que grita a su padre, “yo lo puedo hacer”, llenándolo de orgullo.

Pero tiene una connotación adicional acumulada —si el laissez faire se deja funcionar en toda una comunidad, los resultados serán admirables: se tomará el mayor número de decisiones benéficas.

Interferir con ese sistema causará problemas mayores pues las personas ya no tomarán las mejores decisiones, sino las que sobre ellas se impongan y que por definición no son las propias. El político obliga a la abuela a hacer lo que ella no hubiera hecho.

La abuela ha explicado lo mismo que Rothbard y su idea sobre sobre los intercambios: si son libres logran beneficios a todas la partes y no se necesita la intervención de nadie más; si alguien interviene por la fuerza, al menos una de las partes pierde.

El espíritu general de la frase atrae a los partidarios de esa visión humana —si se cree que la persona tiene capacidades, limitarlas será ir con contra de su desarrollo: lo mejor es dejarla libre porque tiene competencia para serlo.

Pero, por supuesto, la frase resulta anatema para quienes tienen la visión opuesta, la del ser humano incapaz, inhábil y tonto, que necesita que las cosas se le hagan.

Es como el niño cuyos padres siempre le hicieron sus cosas porque nunca lo vieron como capaz.

No hago una defensa literal de la frase, pero sí una apología de su connotación general —esa visión optimista y alegre de la persona humana a quien se juzga lo suficientemente capaz como para atender sus problemas de la forma que ella crea mejor, y aceptar las consecuencias de sus acciones.

Hay una buena cantidad de entusiasmo y felicidad en esta visión.

Contrasta notablemente con la visión opuesta —la del ser humano indefenso, débil, pero sobre todo, incapaz e incompetente, que siempre necesita un guardián que lo ayude y sustituya.

Hay en esta visión tristeza y amargura. Conduce al desconsuelo y al pesimismo.

La frase provoca en algunos un odio instintivo al asociarla con sus consecuencias inevitables. Cualquiera que sostenga la visión optimista del ser humano, si es lógico, concluirá cosas que resultan odiosas a algunos —especialmente los proponentes del socialismo y el intervencionismo.

Nada más temible para ellos que pensar que el ser humano es capaz, pues todos sus argumentos se caen por tierra.

Consecuentemente, por motivos egoístas, los socialistas e intervencionistas realizan una práctica común: por todas partes buscan personas que sean incapaces, débiles e ineptas.

Encontrándolas, ellos también encuentran la excusa de sus acciones: el gobierno debe entrar a ayudar a los débiles que ha encontrado y fabricado.

Los socialistas e intervencionistas son, por tanto, buscadores incansables de seres humanos a los que con cualquier pretexto califican de ineptos —sin esa ineptitud buscada con lupa, no existiría el socialismo ni el intervencionismo.

Esta mentalidad es la que provoca la creación y exageración de problemas que, ellos dicen, sólo pueden ser solucionados con la intervención de gobernantes, a los que desde luego, se juzga como seres fuertes y capaces.

Todo lo que he querido hacer es mostrar dos visiones del ser humano partiendo del punto de esa famosa frase —ahora es una cuestión para que el lector decida entre tener una visión optimista o una pesimista de sí mismo.

Laissez Faire: una visión
Leonardo Girondella Mora