Quien no haya concebido jamás su propia anulación, quien no haya presentido el recurso a la cuerda, a la bala, al veneno o al mar, es un recluso envilecido o un gusano reptante sobre la carroña cósmica. Este mundo puede quitarnos todo, puede prohibirnos todo, pero no está en el poder de nadie impedir nuestra autoabolición. Todos los útiles nos ayudan, todos nuestros abismos nos invitan; pero todos nuestros instintos se oponen. Esta contradicción desarrolla en el espíritu un conflicto sin salida. Cuando comenzamos a reflexionar sobre la vida, a descubrir en ella un infinito de vacuidad, nuestros instintos se han erigido ya en guías y fautores de nuestros actos; refrenan el vuelo de nuestra inspiración y la ligereza de nuestro desprendimiento.
Si,
en el momento de nuestro nacimiento, fuéramos tan conscientes como lo somos al
salir de la adolescencia, es más que probable que a los cinco años el suicidio fuera un
fenómeno habitual o incluso una
cuestión de honorabilidad. Pero
despertamos
demasiado tarde: tenemos contra nosotros
los años fecundados únicamente por la
presencia de los instintos, que deben quedarse estupefactos de las conclusiones a las
que conducen nuestras meditaciones y decepciones. Y reaccionan; sin embargo, como
hemos adquirido la conciencia de nuestra libertad, somos dueños de una resolución
tanto más atractiva cuanto que no la ponemos en práctica. Nos hace soportar los días
y, más aún, las noches; ya no somos pobres, ni oprimidos por la adversidad:
disponemos de recursos supremos. Y
aunque no los explotásemos nunca, y
acabásemos en la expiración tradicional, hubiéramos tenido un tesoro en nuestros
abandonos: ¿hay mayor riqueza que el suicidio que
cada cual lleva en sí?
Si las religiones nos han prohibido morir por nuestra propia mano, es porque veían en
ello un ejemplo de insumisión que humillaba a los templos y a los dioses. Cierto
concilio de Orléans consideraba el suicidio como un pecado más grave que el crimen,
porque el asesino puede siempre arrepentirse, salvarse, mientras que quien se ha
quitado la vida ha franqueado los límites de la salvación. Pero el acto de matarse ¿no
parte de una fórmula radical de salvación? Y la nada, ¿no vale tanto como la
eternidad? Sólo el existente no tiene necesidad de hacer la guerra al universo; es a sí
mismo a quien envía el ultimátum. No aspira
ya a ser para siempre, si en un acto
incomparable ha sido
absolutamente
él mismo. Rechaza el cielo y la tierra como se
rechaza a sí mismo. Al menos, habrá alcanzado una plenitud de libertad inaccesible al
que la busca indefinida
mente en el futuro...
Ninguna iglesia, ninguna alcaldía ha inventado hasta el presente un solo argumento
válido contra el suicidio. A quien no puede soportar la vida, ¿qué se le responde? Nadie
está a la altura de tomar sobre sí los fardos de otro. Y ¿de qué fuerza dispone la
dialéctica contra el asalto
de las penas irrefutables y de
mil evidencias desconsoladas?
El suicidio es uno de los caracteres
distintivos del hombre, uno de sus
descubrimientos; ningún animal es capaz de él y los ángeles apenas lo han adivinado;
sin él, la realidad humana sería menos curiosa y menos pintoresca: le faltaría un clima
extraño y una serie de posibilidades funestas, que tienen su
valor estético, aunque no
sea más que por introducir en la tragedia soluciones nuevas y una variedad de
desenlaces.
Los sabios antiguos, que se daban la muerte como prueba de
su madurez, habían
creado una disciplina del suicidio que los
modernos han desaprendido. Vocados a una
agonía sin genio, no somos ni autores de nuestras postrimerías, ni
árbitros de nuestros
adioses; el final no es
nuestro
final: la excelencia de una iniciativa única -por la que
rescataríamos una vida insípida y sin talento- nos falta,
como nos falta el cinismo
sublime, el fasto antiguo del arte de perecer. Rutinarios de la desesperación,
cadáveres que se aceptan, todos nos sobrevivimos y no morimos más que para
cumplir una formalidad inútil. Es como si
nuestra vida no se atarease más que en
aplazar el momento en que podríamos librarnos de ella.
em cioran - breviario de podredumbre
Tags:
AUTODESTRUCCIÓN