«Hops!, me equivoqué» o El reino de la impunidad -
Nota: Cada vez que me reprochan que escribo «difícil» contesto que, a mi juicio, no escribo difícil, ni siquiera escribo para gente culta; sólo escribo para lectores inteligentes y hago mi mejor esfuerzo por estar a su altura. Este breve ensayo va dirigido sólo a aquellos que son capaces de leer más allá de la letra, es decir, aquellos que son capaces de buscar el «logos» más allá de los hechos y de las apariencias. (Si hay de estos lectores dentro de diez años, les recomiendo que comiencen por leer la fecha que consta al pié.) Los otros, pueden continuar con el desayuno.
En mi pasada vida de arquitecto —no me he jubilado, tengo 34 años; simplemente he cambiado de profesión—, en muchas obras he tenido que dirigir numerosos grupos de obreros. Una obra de construcción es, en principio, una dictadura. A veces es sólo una dictadura técnica, otras veces se convierte en una dictadura social, porque, antes que nada, es parte y reflejo de la sociedad en la cual está inserta. Generalmente estos grupos humanos suelen ser muy heterogéneos y, como en todas partes del mundo, suelen ser hombres pobres o con serias necesidades económicas. (Las necesidades económicas de los pobres siempre son necesarias para sostener las necesidades económicas de los ricos. En los países pobres y en los países ricos.) La construcción es, además, el sector económico de mayor riesgo junto con la agricultura. Yo diría que, incluso, la industria de la construcción es tan peligrosa como la guerra, si leemos con cuidado las estadísticas. Como en la guerra, como siempre, los grupos humanos que más arriesgan la vida son los pobres, especialmente aquellos que integran un grupo étnico marginal. Cuando un obrero muere aplastado por una viga o por diez toneladas de tierra o por caída libre o por choque eléctrico, nadie le dedica discursos exaltando su contribución a la sociedad a la que casi perteneció. Pero cuando un gran empresario o un político que jamás arriesgó su vida o la de sus hijos en su trabajo muere, pareciera que el resto de la sociedad le debemos el pan y la vida. Las frases más repetidas afirman la idea de que «sirvió toda la vida a su país», cuando más razonable sería decir que «el país le sirvió toda la vida», razón por la cual los que más hablan de «la patria» siempre pertenecen a acomodados grupos conservadores.
Ahora, veamos un poco cómo se administra la responsabilidad en esta actividad social. Según los códigos civiles de muchos países, «el arquitecto es culpable hasta que se demuestre lo contrario» Es decir, cuando ocurre un «accidente» en el proceso de construcción o dentro de los diez años de construido un edificio, el responsable es el técnico que proyectó y dirigió su construcción. Al menos que demuestre que dio las órdenes correctas para evitar el accidente. Lo cual es lógico: si un obrero, al menos en teoría, no está capacitado para advertir el peligro al que se expone y, además, «recibe órdenes» y debe cumplirlas, entonces sólo puede haber un responsable: aquel a quien la Ley le ha confiado la fe de su conocimiento y, además, se le ha entregado el poder de hacer y deshacer.
Muchas veces en mi pasada vida como proyectista o director de obras —las cuales, debo reconocer, nunca fueron monumentales, pero sí muy diversas, en distintos continentes— he pasado por momentos de alto riesgo, en los cuales muchos obreros pudieron morir en un solo derrumbe, en el vuelco de una grúa de treinta toneladas empantanada en el barro, en la explosión de un cubo con cientos de miles de litros de agua. En ningún momento se me pasó por la cabeza que si alguien moría a consecuencia de una orden mía yo hubiese podido alegar «error de cálculo» en mi favor. Tampoco sería un argumento exculpatorio para un médico o para cualquier otra profesión. Por el contrario, un «error de cálculo» sería la prueba de nuestra culpabilidad como técnicos responsables.
Razón por la cual si de algo debemos de carecer, aquellos a los cuales la Ley y la sociedad nos han conferido de cierto poder, es de frivolidad a la hora de tomar decisiones en las cuales está en riesgo la vida ajena, la vida de aquellos que confían en nuestros conocimientos y en nuestra seriedad ética, la vida de aquellos que son los únicos que se arriesgan por necesidades económicas —y no por esa moda frívola que practican aquellos que nacieron sin problemas, llamada «deportes extremos»— En definitiva, por la vida de los más débiles, porque cuando un pobre muere suele morir con él el futuro de sus hijos también.
Si salimos de los ejemplos profesionales y nos referimos a actividades diarias que cualquiera realiza con riesgos y responsabilidades, podemos analizar un momento la aparentemente sencilla actividad de conducir un auto. Supongamos que vamos por una autopista y, por una breve distracción, salimos cincuenta centímetros de nuestra senda. Sin advertirlo, tocamos levemente a un motociclista y éste cae sobre las vallas de contención o le toca en suerte alguna otra desgracia y se muere.
¿Qué hago en ese caso? Me detengo, me bajo. Llega la policía y una docena de testigos. Yo comienzo a argumentar que el motociclista iba muy rápido, que se pasó a mi senda y chocó contra mi auto. Sin embargo, la policía o los testigos me demuestran que hay unas marcas de gomas de mi auto dentro de la senda paralela, con lo cual demuestran que la culpa fue mía.
Voy hasta las marcas y, ante semejante evidencia, reconozco mi error.
—Hops!, me equivoqué —digo.
—La próxima vez —me dice el policía— trate de poner más atención.
—Así será —contesto yo y me voy.
Me voy impunemente.
La escena se resuelve de forma absurda, me dirán. Sin embargo, observemos, así funcionan las cosas cuando el que conduce es un hombre al cual la sociedad o el «sistema social» le ha conferido una gran parte o casi todo el poder. Por supuesto que cada vez que ese hombre se salte las normas más básicas de la responsabilidad, la moral y la justicia dirá —y nos convencerá— que lo ha hecho para salvar la responsabilidad, la moral y la justicia. Es lo que un kierkegaardiano de mala fe llamaría una «suspensión ética» La vieja y criminal fórmula de «los fines justifican los medios» se ha transformado en «los fines conocidos siempre son los medios de otros fines por conocer» La diferencia de escala en los efectos humanos, transforma lo absurdo en obsceno, un crimen en un genocidio imperdonable. Con la diferencia, claro, que los crímenes menores se suelen castigar, mientras que los genocidas siempre obtienen su «descuento para mayoristas» —cuando no se lo llevan gratis.
Si volvemos a los ejemplos anteriores, donde no hay fracciones de segundo para pensar sino días y meses enteros para calcular y prever riesgos de vidas humanas, sería de igual grado de impunidad que un arquitecto o un ingeniero enviase a la muerte a diez obreros a un pozo o a un andamio mal calculado y, ante el desastre, el calculista reconociera, impunemente, «hops!, me equivoqué» Y todo siguiese igual: la obra en construcción y la vida del técnico irresponsable como si nada hubiese pasado. Al fin y al cabo los obreros eran unos pobres muchachos, no tenían grandes apellidos —porque los grandes apellidos nunca arriesgan su vida en una obra o en una guerra— y, sobre todo, porque murieron heroicamente por la construcción de un país. Porque los discursos éticos que justifican la impunidad de los que mandan siempre están a la orden del día. Y son tan emocionantes que hasta dan ganas de morir por la patria —no importa si todo es mentira o, simplemente, «un error de cálculo»
© Jorge Majfud
The University of Georgia, julio de 2004
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