En la mayor parte de las actividades humanas, Europa ha producido creaciones notoriamente originales: en música, por ejemplo, en filosofía, en cocina, en artes plásticas, en las ciencias y en los negocios, en el erotismo, en la aventura. En todas ellas hemos dado genios inventores o fundadores, personalidades decisivas, fondos iniciales. Pero hay una en la que nuestro continente no ha sabido nunca tener éxito: la religión. Europa, desde que tenemos noticias, ha sido rigurosamente estéril en mesías y profetas. Las religiones de los europeos, desde las mitologías clásicas a las actuales, provienen, sin excepción quizás, de Asia, de la madre Asia.
Claro que, antes y al margen de las creencias importadas, habrá habido otras ideadas por los indígenas: al menos, lo supongo. Ninguna de ellas sin embargo, no ha trascendido de la tribu familiar que la utilizaba: se trataría de fetichismos mediocres, desprovistos de viabilidad universal. Y uno se pregunta a qué se deberá esa peculiar ineptitud nuestra. A primera vista parece inexplicable. Porque no hay, ni mucho menos, incapacidad para la fe. Cuando hemos asimilado una religión, la hemos abastecido a continuación de santos, de teólogos, de inquisidores y de místicos, de herejes y de reformadores, de 'carboneros' irrebatibles, demostrando de esta manera que no somos solamente escépticos. Es el impulso creador, lo que nos falla en este ramo. Crear, aquí, significa crear misterios, para lo cual se necesita una especie singularísima de imaginación. Y nosotros estamos, hemos estado de siempre, mal dotados para ello. ¡Qué le vamos a hacer! - JOAN FUSTER