Dice que no la amo de verdad. Que digo que la quiero, que creo que la quiero, pero que no. He oído a más de uno decir que no quiere a alguien, pero ¿decidir por otro si ese otro lo ama o no? Con eso todavía no me había encontrado nunca. Aunque francamente, me lo tengo
merecido, porque quien con niños se acuesta...
Hace
ya medio año que me hincha la cabeza con ello, metiéndose
los dedos en el coño después de cada polvo para
comprobar si es verdad que me he corrido, y yo, en vez
de decirle algo gordo, me limito a comentarle:
–No pasa nada, chata, todos nos sentimos un poco
inseguros.
Ahora resulta que quiere que cortemos, porque ha
decidido que no la quiero. ¿Y yo qué le digo? Si me pusiera
a gritarle que es una tonta y que deje de calentarme
la cabeza, se lo tomaría como una prueba más.
–Haz algo que me demuestre que me quieres –me
dice.
¿Qué querrá que haga? ¿Qué podría hacer yo? Si
por lo menos me lo dijera. Pero ella nada, que no. Porque
cree que, si la quiero de verdad, tengo que saberlo
yo solo. A lo que sí está dispuesta es a darme una pista o a decirme lo que no tengo que hacer. Una de esas
dos cosas, a elegir. Así que le he dicho que diga lo que
no quiere, así por lo menos sabremos algo. Porque lo
que es de sus pistas seguro que no voy a sacar nada en
claro.
–No vale –dice ella– que te automutiles, que hagas
algo como sacarte un ojo o cortarte una oreja, porque
si le hicieras daño a alguien que amo, indirectamente
me lo estarías haciendo también a mí. Además de que,
decididamente, eso de hacerle daño a alguien que quieres
no es ninguna prueba de amor.
Pero ¿qué tendrá que ver que yo me saque un ojo con
el amor? ¿Qué es lo que tengo que hacer? Eso no está
dispuesta a revelármelo y sólo añade que se trata de
algo que tampoco estaría bien que se lo hiciera a mi padre
o a mis hermanos y hermanas. Yo, ante eso, ya me
rindo y me digo que no tiene remedio, que haga lo que
haga de nada me va a servir. Ni a ella. Porque quien juega
con fuego, se acaba quemando. Pero después, cuando
estamos follando y ella me clava la mirada hasta lo
más profundo de las pupilas (nunca cierra los ojos cuando
echamos un polvo, para que no le meta en la boca la
lengua de otro), de repente lo comprendo todo, como en
una especie de iluminación.
–¿Se trata de mi madre? –le pregunto, pero se niega
a contestarme.
–Si de verdad me quisieras, deberías saberlo tú solo.
Y después de probarse con la lengua los dedos que
se ha sacado del coño, me suelta:
–Ni se te ocurra traerme una oreja, un dedo, o algo parecido.
Lo que yo quiero es el corazón, ¿me oyes? El corazón.
Todo el camino hacia Petah Tikva, que son dos autobuses,
llevo conmigo el cuchillo. Un cuchillo de metro y
medio que ocupa dos asientos. Hasta le he tenido que
pagar billete. ¡Pero qué no haría yo por ella, qué no haré
por ti, so boba!. Toda la calle Stampfer me la he bajado
a pie con el cuchillo a la espalda, como un árabe suicida
cualquiera.
Mi madre sabía de mi llegada, así es que
me ha preparado un guiso con unas especias de muerte,
como sólo ella sabe mezclarlas. Me limito a comer en silencio
sin pronunciar ni una sola palabra. Quien engulle
los higos chumbos con los pinchos que luego no se queje
de almorranas.
–¿Cómo está Miri? –pregunta mi madre–. ¿Está
bien, tu chatita? ¿Sigue metiéndose esos dedos tan gordezuelos
en el coño?
–Bien –le respondo yo–, la verdad es que muy bien.
Me ha pedido tu corazón. Ya sabes, para poder estar
segura de que la quiero.
–Llévale el de Baruj –se ríe mi madre–, es imposible
que se dé cuenta.
–¡Ay, mamá! –me enfado yo–, que no estamos en la
fase de cazarnos las mentiras, Miri y yo estamos en el
momento de sincerarnos.
–Está bien –suspira mi madre–, pues llévale el mío,
que no quiero que os peleéis por mi culpa. Pero esto me
da qué pensar, por cierto, qué le prueba a tu amantísima
madre que tú también le correspondes amándola
un poquito.
Furioso, lanzo el corazón de Miri contra la mesa con
un golpe seco.
¿Por qué no me creerán? ¿Por qué siempre
me ponen a prueba? Y ahora, a hacer el camino de
vuelta en dos autobuses con este cuchillo y el corazón
de mi madre. Y eso que seguro que ella no estará en
casa, que va a volver otra vez con su novio anterior.
Aunque no culpo a nadie, sólo me culpo a mí mismo.
Hay dos clases de personas, las que les gusta dormir
del lado de la pared y las que les gusta dormir del lado
en que las empujarán fuera de la cama.
un cuento de Etgar Keret
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