Me ha dado por pensar que tenía razón Bolaño con aquello de que la Literatura es un trasunto kitsch de la mitología griega. El Olimpo y sus dioses y los adoradores y los oráculos y las batallas entre mortales defendiendo la adoración oligoteísta en contra de la poli-, y no digamos ya si contra la mono-. Los lectores, sin percatarse, cuando cierran un libro y hablan a otros de éste y de su autor e intentan transmitir su entusiasmo por lo que acaban de experimentar, no están haciendo otra cosa que narrar una experiencia mística; no pueden creer cómo han sido capaces de vivir hasta ese momento sin leer tal libro; su vida sin ese libro carece de sentido. Imaginemos ahora que ese lector sólo ha leído ese libro de ese determinado autor. 
Si se ha “entusiasmado” tanto, lo normal será que se lance a la caza y captura de los demás libros del autor (y si es libro único o era ya el último de la completa obra ya leída, entonces mala suerte, muchacho, a llorar por los rincones o a releer por sistema —aunque entonces parte de esa magia acabará perdiéndose por manosearla tanto; un poco como en algunos matrimonios). Andará inicialmente buscando la ganga aunque eso le obligue a dilatar la nueva experiencia —es más, será como si estuviera rezando para encontrar otro libro aún más barato que el otro, otra pieza para él de incalculable valor, digamos, psíquico—, será como si hubiera añadido otra estampa más a su altar particular iluminado con velas de olor y le rezara a su grupito de imágenes “santas” para encontrar la pieza adecuada no demasiado tarde y poder así satisfacer lo que si el hallazgo se demora mucho irá convirtiéndose poco a poco en verdadero mono de la prosa de ese ya idolatrado autor. Si no la encuentra y su adicción entra irremediablemente en fase de pre-delirium tremens, quizá entonces claudique y vaya a librerías normales —vale decir comerciales— y si no lo encuentra en éstas quizá lo encargue y, si tampoco, pues qué le vamos a hacer, iremos a la biblioteca donde con un quizá y un poco de mala suerte tampoco lo tengan, ¡oh, mierda!, y entonces no sé qué narices vas a hacer para poder ponerte otra vez como cochino en una charca (Alvear(1)), ciego a bombones (una novia que tuve: por qué engordará el chocolate, decía), o huraño como Gollum al encontrar ese tan particular anillo que hace que la mierda que te (nos) rodea se vuelva invisible cuando tienes la joya literaria entre las manos.

A Propósito de David Foster Wallace escribióJosé Luis Amores