No somos idiotas, sabemos que nos engañan. Bueno, mas que saberlo, diria que lo sospechamos. Aunque de hecho ya nos está bien. Tampoco hay que saberlo todo, ni de nuestros líderes, ni de nuestros héroes, ni de nuestros padres.
Para vivir tranquilos, también, sin sentirnos mal por pecados que no hemos cometido ni por mentiras que no hemos dicho. Ya tenemos suficiente teniendo que soportar nuestras achaques. Eso sí, intuimos que los lugares vertiginosos del alto de la escala social acceden antes quienes se ensucian las manos sin problemas y tragan tantos sapos como haga falta.
También debe ser por eso que, después de otorgar una cierta autoridad a nuestros guías, de aceptar el imperio de la ley y unas fuerzas del orden para garantizarlo, alguien se inventó el periodismo. Para controlar el nivel de mentiras que estábamos dispuestos a aguantar de nuestras autoridades. La idea básica era, y sigue siendo, que, si nos han de engañar, al menos lo hagan bien. De todas las cosas malas que se pueden hacer, quizás la mentira sea la menos mala de todas. Pero también, seguramente, es la primera y la necesaria para poder hacer todas las que vienen después.
En todo esto pensaba el otro día. No a raíz de oír hablar un político. Lo hacía después de ver Icarus, un magnífico documental de Bryan Fogel sobre el descubrimiento de la trama de dopaje que provocó la exclusión de los atletas rusos de los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro de 2016. Estrenado el 4 de agosto en Netflix, tiene como punto de partida la voluntad del director, un ciclista amateur, de demostrar que los sistemas antidopaje son muy poco consistentes. Pero, claro, como ocurre a menudo en los grandes documentales, a medio metraje la realidad interviene para trastocar el guión inicial. Mientras Fogel consolida una relación de amistad con Grigori Rodtxenkov, el director de la oficina antidopaje rusa, que es quien la está asesorando para saltarse los controles, este segundo se ve forzado a dimitir de su cargo y huir de Rusia, por temor a que atenten contra su vida. Aparte de descubrir el carisma del entrañable tramposo que es Rodtxenkov, uno de los principales aciertos de la película es el de establecer la estrecha relación que existe entre el patético recurso a las trampas, tan inocentes en apariencia, y la fría pero implacable razón de Estado. La seguridad con la que el doctor demuestra la conspiración de su Gobierno para favorecer los deportistas rusos en los Juegos de Invierno de Sochi convive con la seguridad con que lo niegan los ministros de Putin. Es la misma seguridad con que Armstrong mantuvo durante muchos años que no se dopaba. Asimismo comienza el documental. Oyéndole mentir. Y es por eso que alguien inventó el periodismo. Porque mentimos.
David Carabén
lavanguardia.com
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