Un ángel se insinúa en cuanto
aparece alguien
que dice estar enamorado de
la muerte.
ALFONSO CALDERÓN
Ángeles de una sola línea
1 - He aquí que algo estremece de súbito al Escritor de Epitafios, un soplo de aire o de luz, algo apenas perceptible, apenas terrenal, pasa a través de su cuerpo haciéndolo sentir liviano, ingrávido, etéreo (si tuviera que explicárselo a un gentil, diría que es como si de pronto sus zapatos soltaran amarras), y ahí, en la mesa del café, circundado de conversaciones prosaicas, mientras su té se enfría irremediablemente, es invadido por una sensación que vuelve sus huesos fosforescentes, que le convierte el mundo en un calidoscopio alucinante (como si los ojos se le facetaran, le diría al gentil, se le hicieran giratorios y vieran hacia todos lados a la vez, como los insectos). El universo resplandece ante él con una intensidad nueva, cada objeto cobra una importancia cósmica —un grano de azúcar es una montaña nevada y el azucarero de metal sobre la mesa, un astro con luz propia—, y en la cotidiana luz de mediodía, transfigurado de asombro, la eternidad se le manifiesta real y terriblemente bella. Una mujer se acerca y le pregunta si puede sentarse. La estaba esperando, dice él, atolondrado, y de inmediato se sorprende de lo que ha dicho. Ella comienza a hablar; él, espiritualizado, la contempla en silencio, piensa que esa mujer tiene un aura como de flor azul. Sus ojos marchitos denotan largas noches de llanto. Tras un rato de conversación intrascendente, la oye contar la gran congoja de su espíritu. Vean con qué consagración él la escucha, la atiende, la considera; luego, de modo natural, sin rituales ni ceremonias —los ángeles saben que los ritos no hacen sino impedir los milagros—, le habla con palabras simples como guijarros pulidos, que para la mujer devienen en revelación divina. Tras unos minutos, se despide: «Usted es un ángel», le dice, y se aleja bajo el azogue reverberante del mediodía. Él se queda observándola por sobre el marco de sus bifocales; su estela ya no es la de una flor triste, ahora ella sabe que a través de las lágrimas se puede ver mejor a Dios. Lentamente entonces retorna a su circunstancia: vuelve a ser hombre, parroquiano del café, escritor de epitafios (el grano de azúcar deja de ser montaña y el astro con luz propia, que llameaba sobre la mesa, vuelve a ser azucarero de metal). Bebe un sorbo de su infusión, se acomoda los lentes, respira hondo. Nadie se ha percatado del prodigio. Nadie se ha dado cuenta de su transfiguración. Con la simplicidad de gestos que lo caracteriza, se toma una aspirina y torna a su libretita de apuntes. La única evidencia de su fugaz estado de gracia es un leve halo de azoramiento iluminando su cara y, debajo de la mesa, sus zapatos desatados.
Hernán Rivera Letelier - El escritor de epitafios
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