Mr. Bloom miró amablemente con curiosidad 
la pequeña silueta negra. Limpia a la vista:  
el brillo  de su piel lustrosa,  el botón blanco  
bajo el mocho  de la cola, los verdes ojos  esplendentes. 
 Se inclinó  hacia ella, con sus manos en sus rodillas. 
¡Leche para  la minina! ¡Mrkñao!  Pretendemos 
que son estúpidos.  Pero entienden  lo que decimos 
mejor  de lo que  nosotros  les entendemos a ellos. 

James Joyce, Ulises.

A esta hora de la noche — Los grandes Veladores han muerto. Sin lugar a dudas, se los ha matado. Esto es al menos lo que creemos adivinar, nosotros que llegamos tan tarde, al aprieto que su nombre suscita aún en algunos momentos. La tenue chispa de su solitaria testarudez incomodaba demasiado las tinieblas. Todo rastro vivo de lo que hicieron y fueron ha sido borrado, al parecer, por la obstinación maníaca del resentimiento. Finalmente, este mundo únicamente ha conservado de ellos un puñado de imágenes muertas que corona su indecente satisfacción de haber vencido a quienes no obstante eran mejores que él. Henos pues aquí, huérfanos de toda grandeza, abandonados en un mundo helado en el que ningún fuego señala el horizonte. Nuestras preguntas deben permanecer sin respuesta, aseguran los ancianos, y después confiesan de todas maneras: “Nunca ha habido una noche más oscura para la inteligencia”.

Hic et nunc — Los hombres de este tiempo viven en el corazón del desierto, dentro de un exilio infinito que es al mismo tiempo interior. Sin embargo, cada punto del desierto se abre al entrecruce de un sinnúmero de caminos, para quien sabe ver. Ver es un acto complejo; exige del hombre que se mantenga despierto, que entre en sí mismo y parta de la nada que encuentre ahí. Con ello, los Veladores del alba próxima adquirirán una familiaridad con eso mismo que el ejército en desbandada de nuestros contemporáneos no tiene ninguna otra tarea que huir. Al igual que muchos otros antes que ellos, tendrán que sostener el veneno y el rencor de todos los durmientes, sueño masivo de estos últimos que vendrán a perturbar, por medio de su simple mirada. Conocerán el despotismo de los filisteos y se rodeará sobre su sufrimiento una ceguera voluntaria. Pues es en estos días más que nunca que “quienes no comprenden cuando han escuchado, quienes parecen sordos y de los que atestigua el proverbio: estando presentes, están ausentes” (Heráclito) tienen para sí a la mayoría y la potencia. Y es más probable que dichos hombres prefieran crucificar a aquellos que vienen a disipar la ilusión de su seguridad, que a aquellos que la amenazan verdaderamente. No les basta con ser indiferentes a la verdad. La quieren muerta. Día tras día, exponen su cadáver, pero éste no se corrompe en absoluto.

Kairós — A pesar de la extrema confusión que reina en su superficie, y quizá en virtud de esto precisamente, nuestro tiempo es de naturaleza mesiánica. A medida que la metafísica se realiza, vemos cómo lo ontológico aflora en la historia, en su estado puro, y en todos los niveles. En estrecha relación con esto, vemos aparecer un tipo de hombre cuya radicalidad al interior de la alienación precisa la intensidad de la espera escatológica. Y al mismo tiempo que este término de hombre adquiere un sentido que hasta ahora sólo podía tener bajo el aspecto de la idea en los sistemas más detestables, distinciones muy antiguas se desvanecen. La soledad, la precariedad, la indiferencia, la angustia, la exclusión, la miseria, el estatuto de extranjero, todas las categorías que el Espectáculo despliega para hacer el mundo ilegible desde el ángulo social, lo vuelven simultáneamente límpido en el plano metafísico. Todas ellas recuerdan, aunque de manera diferenciada, el completo desamparo del hombre en el momento en que la ilusión de los “tiempos modernos” acaba de volverse inhabitable, es decir, en el fondo, en el momento en que viene el Tiqqun. Y es entonces que el Exilio del mundo es más objetivo que la constante de gravitación universal fijada en 6.67259·10-11 N·m2/kg2.

“Cada uno es para sí mismo lo más ajeno” — se ha colocado, entre nosotros y nosotros mismos, un velo que nos aparta de la vida y la vuelve imposible. Esto ocurre idénticamente con el mundo, del que algo nos separa, y nos prohíbe su acceso. Hagamos lo que hagamos, estamos arrojados al margen de todo. He aquí lo esencial. Ya no hay más tiempo para hacer literatura con las diversas combinaciones del desastre.

Hasta aquí, se ha escrito mucho, pero pensado poco, a propósito del Bloom.