Cada mañana cuando acompaño a mi nieto de 11 años en la escuela nos cruzamos con un padre y su hijo de unos 7 años que van a la escuela corriendo, no por que vayan tarde sino que hacen aquello que antes se llamaba correr, después footing y ahora y de momento running, el hombre va con zapatillas, pantalones cortos y camiseta, y el niño como puede, cagándose en todo según dice mi nieto, que quizá lo dice por qué Roberto estaría en esto del deporte más en la línea Romario o Rexach 'estoy cansao' o 'correr es de cobardes'

En la vida hay momentos para todo: una edad para disfrutar y otros para aprender a competir, a esforzarse o a saber ganar y perder. Los jóvenes también aprenden a activarse y afrontar las frustraciones. En ninguna actividad como el deporte se pierde tantas veces, ni hay tantas oportunidades para volver a intentarlo. Los adultos son los responsables de enseñarles a reconocer las mismas potencialidades y limitaciones, a motivarse. Muchos padres se 'proyectan' en sus hijos: atribuyen a los demás las mismas ilusiones o carencias, quieren que sus hijos lleguen donde ellos no fueron capaces ni de acercarse cuando eran niños. Nada peor para educar a los niños: ellos han de encontrar y seguir su propio camino, y lo que vale valdrá igualmente y seguramente llegará a lo más alto en mejores condiciones psicológicas.
No hace falta que os diga cuál es el lamentable espectáculo de los padres y madres en los partidos de fútbol infantil; es vergonzoso, pero tengo la sensación que afortunadamente los niños pasan bastante del lamentable comportamiento de sus padres, pero cuando la obsesión del padre afecta seriamente al hijo es cuando la presión para ganar es insostenible.

En 'el periódico', explican un caso que es un ejemplo de lo que estoy intentando explicar: En EEUU fue famoso el caso de Maddy Hollis, excelente estudiante y campeona de atletismo de la Universidad de Pensilvania. El año pasado la periodista Kate Fagan le dedicó un libro (What made Maddy run: The secreto Struggles and trágico death of an all-american teen). Un buen día Maddy dejó una carta a sus padres en la que explicaba su sufrimiento y se lanzó desde un rascacielos. No pudo aguantar las presiones de un sistema que sólo exige sacar buenas notas, conseguir una beca, ser campeona y la número uno en EEUU. No los acusó; sólo les rogó que explicaran su caso a la prensa para que otras familias no cayeran en la misma trampa: dejarse arrastrar por un sistema social perverso. Le hicieron caso. Pero muchos medios retomaron de nuevo el caso desde la mirada clínica, preguntándose: ¿cómo es que Maddy sufría una depresión y no se dio cuenta nadie? Sin embargo, las preguntas deberían ser: ¿por qué muchos jóvenes, pese a hacer deporte, deambulan perdidos y sin sentido? ¿Como los educamos, especialmente en el deporte? ¿Qué esperamos, de ellos?. ¿Hasta que punto les exigimos por encima de sus posibilidades?