Frente a los diagnósticos de decadencia, yo recomiendo el siguiente razonamiento: La decadencia es, claro está, un concepto comparativo. Se decae de un estado superior hacia un estado inferior. Ahora bien: esa comparación puede hacerse desde los puntos de vista más diferentes y varios que quepa imaginar. Para un fabricante de boquillas de ámbar, el mundo está en decadencia porque ya no se fuma apenas con boquillas de ámbar. Otros puntos de vista serán más respetables que éste, pero, en rigor, no dejan de ser parciales, arbitrarios y externos a la vida misma cuyos quilates se trata precisamente de evaluar. No hay más que un punto de vista justificado y natural: instalarse en esa vida, contemplarla desde dentro y ver si ella se siente a sí misma decaída, es decir, menguada, debilitada e insípida.
Pero aun mirada por dentro de sí misma, ¿cómo se conoce que una vida se siente o no decaer? Para mí no cabe duda respecto al síntoma decisivo: una vida que no prefiere otra ninguna de antes, de ningún antes, por lo tanto, que se prefiere a sí misma, no puede en ningún sentido serio llamarse decadente. A esto venía toda mi excursión sobre el problema de la altitud de los tiempos.
Pues acaece que precisamente el nuestro goza en este punto de una sensación extrañísima; que yo sepa, única hasta ahora en la historia conocida. En los salones del último siglo llegaba indefectiblemente una hora en que las damas y sus poetas amaestrados se hacían unos a otros esta pregunta: ¿En qué época quisiera usted haber vivido? Y he aquí que cada uno, echándose a cuestas la figura de su propia vida, se dedicaba a vagar imaginariamente por las vías históricas en busca de un tiempo donde encajar a gusto el perfil de su existencia. Y es que, aun sintiéndose, o por sentirse en plenitud, ese siglo XIX quedaba, en efecto, ligado al pasado, sobre
cuyos hombros creía estar; se veía, en efecto, como la culminación del pasado. De aquí que aún creyese en épocas relativamente clásicas —el siglo de Pericles, el Renacimiento—, donde se habían preparado los valores vigentes. Esto bastaría para hacernos sospechar de los tiempos de plenitud; llevan la cara vuelta hacia atrás, miran el pasado que en ellos se cumple.
Pues bien: ¿qué diría sinceramente cualquier hombre representativo del presente a quien se hiciese una pregunta parecida?
Yo creo que no es dudoso: cualquier pasado, sin excluir ninguno, le daría la impresión de un recinto angosto donde no podría respirar. Es decir, que el hombre del presente siente que su vida es más vida que todas las antiguas, o dicho viceversa, que el pasado íntegro se le ha quedado chico a la humanidad actual. Esta intuición de nuestra vida de hoy anula con su claridad elemental toda lucubración sobre decadencia que no sea muy cautelosa.
Nuestra vida se siente, por lo pronto, de mayor tamaño que todas las vidas. ¿Cómo podrá sentirse decadente? Todo lo contrario: lo que ha acaecido es que, de puro sentirse más vida, ha perdido todo respeto, toda atención hacia el pasado. De aquí que por vez primera nos encontremos con una época que hace tabla rasa de todo clasicismo, que no reconoce en nada pretérito posible modelo o norma, y sobrevenida al cabo de tantos siglos sin discontinuidad de evolución, parece, no obstante, un comienzo, una alborada, una iniciación, una niñez. Miramos atrás, y el famoso Renacimiento nos parece un tiempo angostísimo, provincial, de vanos gestos —¿por qué no decirlo?—, cursi.
Yo resumía, tiempo hace, tal situación en la forma siguiente: “Esta grave disociación de pretérito y presente es el hecho general de nuestra época, y en ella va incluida la sospecha, más o menos confusa, que engendra el azoramiento peculiar de la vida en estos años. Sentimos que de pronto nos hemos quedado solos sobre la Tierra los hombres actuales; que los muertos no se murieron de broma, sino completamente; que ya no pueden ayudarnos. El resto de espíritu tradicional se ha evaporado. Los modelos, las normas, las pautas, no nos sirven. Tenemos que resolvernos nuestros
problemas sin colaboración activa del pasado, en pleno actualismo —sean de arte, de ciencia o de política—. El europeo está solo, sin muertos vivientes a su vera; como Pedro Schlemihl, ha perdido su sombra. Es lo que acontece siempre que llega el mediodía”.
¿Cuál es, en resumen, la altura de nuestro tiempo?
No es plenitud de los tiempos, y, sin embargo, se siente sobre todos los tiempos idos y por encima de todas las conocidas plenitudes. No es fácil de formular la impresión que de sí misma tiene nuestra época: cree ser más que las demás, y a la par se siente como un comienzo, sin estar segura de no ser una agonía.
¿Qué expresión elegiríamos? Tal vez ésta: más que los demás tiempos e inferior a sí misma. Fortísima, y a la vez insegura de su destino. Orgullosa de sus fuerzas y a la vez temiéndolas. -

JOSÉ ORTEGA Y GASSET
La rebelión de las masas.