HUMO, HUMO, HUMO


El humo de las fábricas de comienzos del siglo pasado eran un símbolo de progreso, en Sabadell teníamos unas cuantas, mientras los telares no paraban las 24 horas de los días en las pequeñas cuadras. Los efectos nocivos sobre la salud fueron el detonador para la transformación urbana en el siglo XIX. Con la Revolución Industrial, la concentración de fábricas y la masiva emigración, las ciudades se densificaron y crecieron hasta límites insospechados. Así, se descubrió que la contaminación de las aguas y el 'smog' que cubría Londres tenían consecuencias inmediatas sobre la salud de sus habitantes, hacinados en condiciones precarias.


Del mismo modo que en SBD ya no hay chimeneas industriales en funcionamiento vomitando humo, en Londres no hay smog, quiere decir que en cierto modo ya se fueron viendo los efectos nocivos de la contaminación industrial y las medidas se aplicaron correctamente. Pero, a partir de aquí el proceso se detuvo y el coche  lo alteró todo.
La presión del coche sobre la ciudad no es sólo una cuestión de la cantidad de espacio que ocupa o de los ruidos a que somete la población residente en las calles por donde circula o su efecto directo sobre la salud. El CO2 que emiten muchos vehículos contribuye a acelerar el cambio climático. Pero no sólo se trata de pasar del coche diesel al vehículo eléctrico. Parece lógico que esta transición signifique también priorizar definitivamente los sistemas colectivos sobre los individuales, que no sé a quien le costará más adaptarse, si a los ayuntamientos o a los ciudadanos.
Relegado el coche a la circulación imprescindible por la ciudad, los transportes colectivos podrán circular mejor y contribuir a hacer las ciudades más cómodas, con más espacio y sobre todo más sanas. Hay que acostumbrarse. El uso de las furgonetas que reparten y que hacen posible la actividad en la ciudad es imprescindible actualmente, aunque se abren nuevas posibilidades con vehículos no contaminantes.
Mientras tanto, (a los ayuntamientos ya les gustan este tipo de medidas), se podrían implantar peajes como ocurre en Londres, donde entrar cuesta 16 euros diarios. Todo este proceso que parece difícil de llevar a cabo, es imparable a pesar de los intereses diversos que se oponen, y deberá producirse un cambio de mentalidad en el movimiento de los ciudadanos en el ámbito urbano y periurbano. Esta es una apuesta que hace años hubiera parecido utópica y que aún no es una realidad, pero parece que el proceso ya ha comenzado y es imparable.

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