La presión del coche sobre la ciudad no es sólo una cuestión de la cantidad de espacio que ocupa o de los ruidos a que somete la población residente en las calles por donde circula o su efecto directo sobre la salud. El CO2 que emiten muchos vehículos contribuye a acelerar el cambio climático. Pero no sólo se trata de pasar del coche diesel al vehículo eléctrico. Parece lógico que esta transición signifique también priorizar definitivamente los sistemas colectivos sobre los individuales, que no sé a quien le costará más adaptarse, si a los ayuntamientos o a los ciudadanos.
Relegado el coche a la circulación imprescindible por la ciudad, los transportes colectivos podrán circular mejor y contribuir a hacer las ciudades más cómodas, con más espacio y sobre todo más sanas. Hay que acostumbrarse. El uso de las furgonetas que reparten y que hacen posible la actividad en la ciudad es imprescindible actualmente, aunque se abren nuevas posibilidades con vehículos no contaminantes.
Mientras tanto, (a los ayuntamientos ya les gustan este tipo de medidas), se podrían implantar peajes como ocurre en Londres, donde entrar cuesta 16 euros diarios. Todo este proceso que parece difícil de llevar a cabo, es imparable a pesar de los intereses diversos que se oponen, y deberá producirse un cambio de mentalidad en el movimiento de los ciudadanos en el ámbito urbano y periurbano. Esta es una apuesta que hace años hubiera parecido utópica y que aún no es una realidad, pero parece que el proceso ya ha comenzado y es imparable.
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