No es extraño que cada día haya alguien más o menos conocido (político, artista, periodista, etcétera) que anuncia que deja de estar en las redes sociales, especialmente en Twitter, que es donde tiene lugar el intercambio de mensajes más salvaje. Algunos se marchan y, después de un tiempo de barbecho, acaban volviendo; otros, en cambio, se alejan definitivamente. Confieso que alguna vez me ha pasado por la cabeza cerrar mi cuenta de Twitter, a raíz de polémicas absurdas y de inercias que, además de hacer perder el tiempo, dejan bien claro que esta red no es el lugar ideal para desarrollar un debate de ideas con cara y ojos; de momento, sin embargo, he decidido continuar en Twitter, movido por otra evidencia: en medio del ruido, también hay voces que escuchar y materiales que abren ventanas y ayudan a reflexionar. Y una audiencia que valora encontrar palabras pensadas antes de tuitear.
La política tiene en Twitter una herramienta magnífica, hasta el punto de que hay políticos que han edificado todo su prestigio a golpe de tuit, lo cual incide en la calidad del proceso democrático. El presidente Trump es la personalidad más importante a la hora de hacer de Twitter el multiplicativo de la influencia sobre la ciudadanía, con un estilo que ha creado la ilusión de poder prescindir de la mediación del periodismo convencional. Pero eso no es exacto, como ha analizado el consultor Enrique Cocero en el libro La comunicación en la era de Trump, de Miquel Pellicer: “Las redes sociales no funcionan de forma autónoma. Funcionan de forma conjunta a los medios de comunicación masivos y Donald Trump supo aprovechar esa inercia. Él escribía un tuit y sabía que iba a salir por televisión; él abría la boca y decía que iba a construir un muro maravilloso y sabía que iba a salir por televisión. Y estaba en televisión todo el tiempo”. La denominada nueva política ha crecido a partir de las redes sociales y de la atención de los medios clásicos; Podemos, por ejemplo, no habría llegado tan lejos sin algunos canales privados.
Si miramos lo que pasa a nuestro alrededor, nos daremos cuenta de que las discusiones en Twitter siempre son más polarizadas que en la vida real, algo que está estudiado por los expertos: las redes favorecen el choque, y eso, a menudo, va unido a una sobrerrepresentación de figuras y grupos que pueden ser minoritarios, pero siempre son muy activos. Twitter no es un terreno donde sea fácil matizar, modular y exponer argumentaciones finas; las limitaciones técnicas obligan a la simplificación, al reduccionismo, a la consigna. Es populismo comunicativo a gran escala. Asimismo, la presencia de cuentas anónimas, trolls y bots desfigura muchos debates, los hace más agresivos y los conduce por terrenos donde campan libres los insultos, los rumores y las mentiras.
Todos tenemos algunos amigos y conocidos que tienen una doble vida: cuando entran en Twitter se transforman en agentes de una violencia dialéctica que no serían capaces de reproducir en sus relaciones personales cara a cara. Conozco algunos tipos así, y debo admitir que no acabo de entender el mecanismo psicológico que hace que un individuo habitualmente tranquilo y respetuoso acabe disfrazado de energúmeno cuando tiene un smartphone en las manos. Supongo que la calle virtual regala una sensación de impunidad y de libertad sin límites que algunos confunden con el puro Far West. El resultado final es una degradación del debate público y una exaltación de los mensajes más extremos y excluyentes.
No se puede gobernar sin poner el termómetro en las redes sociales, pero es un error gobernar sólo a partir de lo que resuena en Twitter. Josep Lluís Micó, en el libro L’absolut digital, cita los estudios del profesor Emilio Ferrara para remarcar la facilidad con la que se utilizan bots en Twitter e internet para generar desinformación política en campañas electorales. Todo es frágil y muy oscuro. Hay que estar alerta, y hace falta que los políticos responsables pongan distancia cuando leen qué se dice en Twitter y otras redes. En Catalunya, hay dirigentes con cargos importantes –independentistas en el Govern y comunes en el Ayuntamiento de Barcelona– que dan la sensación de moverse demasiado en función de la opinión digital más efervescente, militante e impermeable.
En el campo independentista, es especialmente preocupante la recepción exagerada que algunos políticos destacados hacen de las opiniones que circulan con más profusión en las redes, que se corresponden habitualmente con posiciones más unilateralistas que pragmáticas, más tajantes que abiertas a la duda. La política son percepciones y es obvio que un gobernante, en función del peso que dé a unas opiniones u otras, tomará sus decisiones. Me cuesta pensar que se pueda fijar una estrategia seria sin haber intentado captar la complejidad de matices que hoy cohabitan en las bases del soberanismo, más variadas de lo que pueda representar –por ejemplo– el discurso de la actual dirección de la ANC, entidad que pretende ejercer de vigilante supremo del Govern y los partidos que hemos votado. - Francesc Marc Álvaro - lavanguardia.com
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