“¿Para qué necesitamos la socialización de los bancos y las fábricas?” –le dijo Adolf Hitler a Hermann Rauschning, entonces presidente del Reichstag-. “¿Qué sentido tiene eso si ya he impuesto firmemente a las personas una disciplina de la que no pueden librarse? (…) Nosotros socializamos a las personas…”
La historia del siglo XX recoge dos fuentes de totalitarismo: el comunismo estalinista y el nazi fascismo. La historiografía que emerge de la II Guerra Mundial los ubica como polos opuestos, enemigos antagónicos e irreconciliables, incapaces de convivir el uno con el otro. De hecho, sus imaginarios se inspiraron en orígenes diferentes: el fascismo a partir de las frustraciones y resentimientos contra el agotamiento de las expectativas acerca de la certidumbre del progreso y de la segura mejora en el bienestar de la humanidad, que había alentado el pensamiento racionalista de la Ilustración en las sociedades europeas occidentales, junto al atractivo del romanticismo de finales del siglo XIX y principios de siglo XX en diversas esferas de la vida y, en particular, en la exacerbación de sentimientos nacionalistas. Ello dio lugar a la búsqueda de respuestas redentoras, más inspiradas en las pasiones y en representaciones místicas de la realidad que en la razón, y en las cuáles el ejercicio de la violencia se exhibió como prueba de su supremacía respecto a otros proyectos. El comunismo, por su parte, alegó plasmar las leyes que supuestamente gobernaban el devenir de las sociedades según el materialismo histórico, descubiertas por Carlos Marx, e invocaba más bien el carácter racional y científico de su proyecto político. No obstante, ambas concepciones planteaban ofertas de un nuevo orden definidas en términos de una totalidad que refundaba las relaciones entre los integrantes de una nación o de la humanidad en general, y que planteaba una ruptura drástica con el pensamiento liberal sobre el cual se edificaba la institucionalización de la democracia representativa. Tanto por la similitud de sus procedimientos para concentrar el poder y doblegar a sus “enemigos”, como por el papel central que en ello juega la ideología, entendida ésta en su forma extrema como una representación social sectaria y excluyente que reemplaza aprehensiones menos sesgadas de la realidad, así como por el hecho de que el comunismo mostró estar divorciado de toda noción de progreso y de libertad para quedar reducido a pretensiones de legitimidad con base en mitos, hace que hoy sea simplemente un fascismo con ropaje “de izquierda”. Esta novedosa forma de “justificar” prácticas fascistas recibe el nombre de fascismo del siglo XXI o neofascismo.
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