VIAJE A LA INOCENCIA


Con los viajes pasa como con los animales. Del mismo modo que visitar lugares muy lejanos parece añadir valor y sentido a un viaje, se da por hecho que los grandes depredadores de la selva son más interesantes y valiosos que nuestros animales de bosque: el jabalí, el zorro, el topo, el mirlo, el ruiseñor, el tritón. En un recodo montañoso de Camprodon por el que suelo pasear al caer la tarde, hay una poza con agua clara en la que crían los tritones. En años anteriores crecían allí cuatro o cinco, pero este año sólo hay uno (este año, incluso en el húmedo y verde valle de Camprodon, los ríos bajan tristes, las fuentes brotan anémicas, amarillean los prados en los que vacas y caballos pastan a primera vista, este pequeño tritón parece un renacuajo, pero es más estilizado que las crías de rana, más armónico, con la cabeza menos voluminosa, una cola gruesa, preciosos piececitos. Es de color gris adornado de pequeñas manchas oscuras. Apenas se desplaza. Está muy quieto, bajo el agua, pegado con sus deditos a una piedra. Lo observo un rato imitando su quietud; y me llega el recuerdo de mis juegos de infancia en el río Daró de La Bisbal d’Empordà, pueblo en el que nací.
Cuando la corriente se agotaba –y esto pasa la mayor parte del año–, el cauce del río era uno de nuestros territorios preferidos. El agua se pudría en las pozas. Agua oscura, enlodada, maloliente, pero repleta de renacuajos, que en La Bisbal se llaman papibous. Entonces, no existía la cultura del respeto a los animales. Tan sólo había perros en las casas de campo: comían huesos, eran tratados a patadas, ladraban al acercarse un extraño. Los niños mayores mataban pájaros con tirachinas o mutilaban lagartijas. Los pequeños pescábamos renacuajos con el cuenco de las manos, pues son muy cándidos y se dejan atrapar enseguida.
El renacuajo temblaba en mis manos. Lo metía en un frasco de vidrio con el agua sucia de la poza y me lo llevaba a casa. Me gustaba observar cómo le salían primero las patas traseras y más tarde, mientras la cola se acortaba, las de delante, hasta convertirse en rana. Si mi madre o mi abuela se cansaban del frasco de agua pútrida, vaciaban el contenido en la calle. Con tristeza por la pérdida, pero no por la muerte del animal, yo contemplaba la agonía del papibou bajo el sol canicular. Los temblores de su cola se ralentizaban patéticamente, pero mi tristeza se disipaba de golpe al descubrir una mariquita, viendo saltar una langosta o embelesándome con un nuevo nido de golondrinas.
A medida que maduramos o envejecemos, los recuerdos maduran o envejecen con nosotros hasta el punto de que incluso los hechos más apasionadamente vividos se oxidan y llegan a parecer ridículos. Los recuerdos –líricos o trágicos– envejecen mal, excepto los que provienen de la mirada del niño embobado que fuimos. En este caso, el recuerdo es un viaje a la inocencia, un paraíso sin culpa, el único lugar del que no seremos expulsados.

Viaje a la inocencia
Antoni Puigverd
lavanguardia.com



Este evocador artículo de Antoni Puigverd me ha hecho recordar un verano en l'Estany de hace años, de cuando aun era inocente. Yo también cazaba pájaros,  cortaba la cola a las lagartijas y cogía cangrejos en el rio en este paraíso que fué mi infancia...


El mar de trigo que hace quince días era verde ya es amarillo, aunque le falta para ser segado, las espigas ufanas apuntan al cielo, altas como hacía años no las veía. "Por junio la hoz en el puño" decía el refrán popular y así lo recordaba en mi novela "Amor Particular", de cuándo tenía ocho años en un verano pasado en Santa Maria de l'Estany:


"Uno de los hechos extraordinarios, de hecho el más especial de todos, se producía a finales de Junio. Cuando el trigo ya habia sido segado por los segadores con la hoz, el zueco y el sombrero de paja y las haces silueteaban los campos, íbamos todo el grupo de niños casi hasta Moià a pie por la carretera a esperar la llegada de la "máquina de batre". Nos llegábamos hasta Magadins Nou, que de una vieja masía, ahora se ha transformado en un restaurante. Allí la esperábamos y escoltábamos la máquina hasta la entrada del pueblo. Aquellos hombres y su máquina, para nosotros, eran como seres venidos de otro planeta, teniendo en cuenta que eran épocas de poco viajar y gente como aquélla que iba por todas partes, ejercía sobre nosotros una extraordinaria fascinación.
Después, veíamos cómo hacían los pajares. Los hombres con sombrero de paja, gafas y un pañuelo en la cara, talmente como si fueran bandoleros. La máquina que con un ruido atronador iba tirando paja por el tubo, y mientras unos recogían el grano en sacos, los otros con las horcas le iban dando forma al pajar, hasta llegar arriba. El olor profundo del trigo desbrozado, el polvo, el calor le daban un tono casi épico a su trabajo, y no era fácil hacer un pajar, requería su técnica.
Y así, era tras era, pueblo tras pueblo, cada más de Julio, empapados de sudor, tirando de la bota de vino. Negros como el carbón de tantas horas bajo el sol, y con unas manos fuertes de venas marcadas y dedos gruesos. De trabajador, de hombre de la tierra.
Fue un buen verano aquél en Santa Maria del Estany. Un verano de aquéllos que no se olvidan."
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