Quizá por esa nueva creencia de que "si no opino, no existo", las redes sociales han propiciado que aquel extraño hábito de opinar sobre lo desconocido sea cada vez el más habitual. Nos gusta decir la nuestra, poner cucharada, hacernos un poco los expertos. Pero ¿por qué lo hacemos? ¿Para llamar la atención? ¿Para hacernos más interesantes? ¿O quizás simplemente, porque nos encanta tener la razón? Parece que opinar nos hace sentir bien. Hablar de lo que deberían hacer los otros, aún más. En parte, porque evita hablar de nosotros mismos. Es una manera de esquivar el propio juicio.
Opinar y hacer crítica (de fútbol, ​​de política...) es fácil y cómodo. Porque difícilmente se dará la circunstancia donde se nos obligue a poner en práctica nuestra experiencia. Y eso nos libera. Hablar a partir del desconocimiento tiene mérito. Implica otra dosis de seguridad en uno mismo. Sobre todo cuando se hace con contundencia y seguridad. ¿Qué estrategias tenemos para hacernos los expertos?
Podemos apropiarnos de la opinión de otro. Es decir, de alguien que tiene autoridad en la materia. Esto es muy efectivo, sobre todo si no nos hacen preguntas que se escapen del discurso aprendido. Hablar de lo que la mayoría de gente desconoce. Difícilmente seremos descubiertos para que los demás no saben de qué estamos hablando.
Generalizar y tirar de tópicos. A partir de un caso o de un hecho concreto conocido, lo generalizamos a todo lo demás. Aprendernos vocabulario técnico específico. Un ejemplo clásico es el del mundo del vino (crianza, olor a madera, sabor afrutado...).
Hay un fenómeno, llamado efecto Dunning-Krugger que consiste en un sesgo cognitivo que provoca que las personas menos competentes en un determinado campo sobreestimar sus habilidades y que aquellos más competentes las subestimen. Es decir, la incompetencia impide darse cuenta de la ausencia de una habilidad en un mismo tiempo de no ser capaz de reconocerse a en los demás. Sirva de ejemplo este texto que acabáis de leer. que lo he traducido íntegro de aquí.