Podemos escribir centenares de artículos bien intencionados, intentar explicar el porquè del virus, y sus consecuencias, ahora que todos somos expertos en epidemiologia, podemos considerar la acción de los políticos más o menos acertada, però en el fondo todo esto queda explicado y resumido en este artículo de Carlos Mármol en la Vanguardia. El resto, poesia.
Al leer el artículo, se darán ustedes cuenta de que no sale en ningún momento Cataluña o el Gobierno de Cataluña; no lo sé, pero diría que Mármol no los menciona porque su peso, tanto Junsxcat como ERC, su influencia en todo este asunto, es cero, o menos que cero, como diría Jaume Barberà "the procés is over".
Al leer el artículo, se darán ustedes cuenta de que no sale en ningún momento Cataluña o el Gobierno de Cataluña; no lo sé, pero diría que Mármol no los menciona porque su peso, tanto Junsxcat como ERC, su influencia en todo este asunto, es cero, o menos que cero, como diría Jaume Barberà "the procés is over".
La gestión política de la crisis del coronavirus es lo más parecido a lanzar un bumerán al vacío pensando que no se cumplirá la ley inmutable del eterno retorno. Todo lo que se politiza –y en la España oficial no existe ni un resquicio a salvo de este vicio– antes o después es politizado en contra de aquel que activó por vez primera el giroscopio de la culpa. Sucede con el Gobierno central, que para su desgracia –y la nuestra– minimizó los riesgos de la pandemia, y ocurre también en Andalucía, donde las derechas reunidas llevan desde el primer día de esta crisis jugando a la doble baraja: por un lado, intentan patrimonializar en términos partidistas la inferior incidencia de la enfermedad; por otro, se lamentan, a la menor ocasión disponible, de ser víctimas de sucesivos agravios económicos y sanitarios detrás de los cuales estaría, según la versión de San Telmo –Il Quirinale– el supuesto interés de la Moncloa de no dar oxígeno a una autonomía dirigida por sus adversarios políticos.
El episodio del desconfinamiento a la carta, que ha cambiado y seguirá haciéndolo en función de la sintonía política entre la Moncloa y sus socios parlamentarios, es el último escenario de una batalla en la que desde la periferia de determinadas autonomías se pretende cercar a la coalición PSOE-Podemos. No es que la autorización estatal para que determinados territorios gocen de mayor margen de acción en la gestión del encierro no sea discutible, e incluso censurable, pero aunque este supuesto no fuera cierto, la tensión entre Madrid o Andalucía y la Moncloa perduraría. Básicamente porque la estrategia de Génova –sede nacional del PP– pasa por hacer desde las autonomías bajo su control toda la presión posible contra el Ejecutivo central. Se trata de una directriz partidaria. Y en los partidos políticos las órdenes de la dirección central se cumplen, aunque su teatralización difiera en las formas.
Ayuso ha optado en Madrid por una combinación de provocación, luto oficial, populismo sentimental y la asombrosa beatificación súbita de su persona, actuando como ariete principal de esta ofensiva. En Andalucía, Moreno Bonilla prefiere mantener una actitud más templada e inteligente, pero no exenta de contradicciones. Los reproches de San Telmo hacia la Moncloa, que comenzaron siendo muy tibios, van progresivamente escalando en intensidad a medida que discurre el tiempo, hasta llegar al punto de entender que la negativa estatal a que las provincias de Granada y Málaga sigan en la fase inicial de desconfinamiento es una ofensa a toda la región. Esta interpretación de la Junta se suma a otros conflictos: el reparto del fondo de 16.000 millones de euros para compensar los gastos sanitarios del coronavirus y la estrategia para reactivar el turismo, principal industria de la economía en el Sur de España.
Lo trascendente ya no es la gestión sanitaria de la crisis ni los muertos, sino los hipotéticos beneficios electorales de su instrumentalización política.
A ambos trenes se ha subido el gobierno de Moreno Bonilla, sin importarle demasiado la incoherencia –evidente– que supone presumir de tener una incidencia inferior de la pandemia al mismo tiempo que se censura en público que sea el criterio sanitario, en lugar del quebranto económico, el que prevalezca en el reparto de fondos. Un bumerán gira siempre sobre su propio eje. Y en este caso, también: en Andalucía la gestión de la crisis del coronavirus ha estado sujeta a los mismos errores y se ha visto condicionada por objetivos políticos similares a los que administra Moncloa. El primer objetivo es evitar –en lo posible– que el caos social provocado por la Covid-19 erosione al gobierno correspondiente. En segundo término, se intenta controlar la situación para que el tsunami económico –consecuencia del descenso de la actividad social– no provoque una ola de descontento inmanejable.
En ambos aspectos, la Junta de Andalucía parece haber encauzado la crisis algo mejor que la Moncloa –tampoco era muy complicado–, pero sin librarse de alarmantes sombras, como la ausencia de medios de protección para los profesionales de la sanidad –los más infectados de toda España– o la orden, dada al inicio de la alarma, de que médicos y enfermeros no usasen mascarillas para no alertar a la población, favoreciendo así el contagio gratuito de los sanitarios. A pesar de estas negligencias, a las que hay que sumar la calamitosa gestión de los geriátricos, donde la autonomía ha llegado a hacer suya la versión exculpatoria de las empresas privadas que gestionan los asilos, incapaces a pesar de sus beneficios económicos de evitar las muertes de ancianos, San Telmo ha hecho creer que las menores cifras de contagios y muertes se deben a sus decisiones, aunque en realidad respondan a la expansión asimétrica del virus. La Junta capitanea ahora una ofensiva de sectores económicos regionales para que desde Madrid se relajen las medidas de control con independencia del hecho –manifiesto– de que, ante la ausencia de suficientes pruebas de diagnóstico –en el Sur el número de tests realizados es discreto en comparación con otros territorios–, la crisis sanitaria dista de estar controlada. Decir lo contrario sería caer en un espejismo.
Los expertos auguran un rebrote de la pandemia, pero su opinión parece ser secundaria ante las peticiones de San Telmo para que se recupere la actividad turística. Paradójicamente, la defensa de estos intereses económicos abocan a las derechas a caer en el mismo error del que acusan a la Moncloa: menospreciar los riesgos del virus para la salud en favor de otro tipo de intereses secundarios. La decisión del Gobierno central de implantar una cuarentena a los viajeros extranjeros –similar a la que preparan otros gobiernos, como el británico– ha sido interpretada por PP y Cs como “la puntilla” para el sector turístico de la Costa del Sol, de donde procede buena parte del núcleo duro del equipo de Moreno Bonilla.
La lectura victimista, un clásico recurrente en la política meridional desde hace cuatro décadas, practicada por el PSOE y ahora por las derechas, puede tornarse sin embargo en contra de sus instigadores si la evolución de la pandemia no es positiva. Los primeros indicios del desconfinamiento en las provincias que han pasado a la fase 1, como es el caso de Sevilla, no inducen al optimismo: bares abiertos, concentraciones de personas donde no se respetan las medidas de distanciamiento y una inquietante relajación social ponen seriamente en cuestión la tesis de la Junta de que ahora es el momento de abrir la mano para evitar que el quebranto económico sea mucho mayor. Este mensaje puede mudar, en horas veinticuatro, si se produce un rebrote. En dicho caso, no es descartable que veamos a Moreno Bonilla –o a Juan Marín (Cs), el vicepresidente de la Junta– diciendo que la Moncloa se ha precipitado. Lo trascendente, tanto en Madrid como en Sevilla, ya no es la gestión sanitaria de la crisis ni los muertos, sino los hipotéticos beneficios electorales de su instrumentalización política. Pese a las apariencias, un bumerán no es un juguete. Es un arma que busca hacer daño.
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