Si el ser humano alcanzara la inmortalidad, no querría salir de casa, porque entonces no estaría poniendo en peligro su vida, pondría en peligro la eternidad. Recuerdo esta paradoja que planteó Yuval Noah Harari, por la que uno prefiere encerrarse para protegerse antes que arriesgarse a vivir. Nos encontramos al principio de una pandemia. La situación es grave. Llevamos siete semanas confinados, y ahora viene lo más difícil. Como en aquellos juegos del recreo, casa significa refugio. Aquí estamos a salvo. Podemos controlar el reducido entorno en el que nos movemos, pero no lo que sucede más allá. Eso asusta. Cada uno es consciente de las medidas que toma, pero ignora qué hacen los demás.
Con la salida de los niños, el domingo pasado, saltaron las alarmas. La gente en las calles supone una amenaza de contagio. En algunas imágenes parecía no respetarse la distancia social, y los reproches fueron furibundos contra los irresponsables. Pero ¿quiénes son los irresponsables? ¿Los que acompañaron a sus hijos para que les diera el aire, tras haber pasado cuarenta y cinco días encerrados? ¿O sólo los que lo hicieron en hora punta y fueron a sitios donde había más gente? ¿O cualquiera en general? Cualquiera que no sea uno mismo, claro, porque nadie es irresponsable salvo todos los demás.
En situaciones de crisis, se acentúa una desconfianza que ya era crónica, y en la que no ayudan el infantilismo, el descrédito de medios e instituciones, ni la incertidumbre de lo que nos espera. Nada es sólido, a excepción de lo que podemos tocar (con las manos debidamente lavadas), y quizá nos fiemos de lo que vemos, aunque a distancia es muy fácil confundirse. Buscamos el apoyo de quienes refuerzan nuestra percepción y corroboran que es la correcta porque da sensación de seguridad. El problema es que entonces todos los que zarandean esa aparente seguridad pasan a ser sospechosos, y si no actúan según nuestro parecer, también irresponsables. La semana pasada fueron los niños, hoy son los runners, y cuando empiece el desconfinamiento serán los que vengan de fuera. Iremos rechazando a todo aquel que consideremos una amenaza por el mero hecho de que circula por la calle. - Llucía Ramis - lavanguardia.com
En casa estamos a salvo, pero la vida está ahí fuera. Del confinamiento hay que volver a la convivencia. Cada uno debe responsabilizarse de sus propios actos, sin juzgar los de los demás. Porque irresponsabilizar a una sociedad exige un totalitarismo que ponga orden. Y entonces lo que se pierde es la libertad. Y a estos talibanes de la intransigencia en el fondo lo que les molesta és que mientras que el confinamiento es la muerte el bullicio desordenado de la calle es la vida, y aunque la vida tiene sus riesgos hay que dejarse de remilgos y salir, salir a la calle para no morir de aburrimiento.
Ese es el problema: la capacidad de cada uno para hacerse responsable de sus propios actos. Algunos no saben estar a la altura.
ResponderEliminarUn saludo.