A veces sucede que puedes suscribir punto por punto el escrito de otro como si fuera tuyo, de hecho si lo tuviera que escribir yo, sería calcado prácticamente a este de Antoni Puigverd, pero mejor os dejo el de él, saldreis ganando, y la finalidad que se persigue será más efectiva. Recordad la frase recurrente de nuestros abuelos: otra guerra debería venir - decían a menudo -. Pues bien, ya la tenemos aquí, ¿y ahora qué?, ahora nada, no hay nada que hacer, sólo dejar que pase el tiempo ...
EL MENSAJERO
A finales de los cincuenta, la muerte comparecía a menudo en las casas. ­Inapelable, incluso precoz. Era recibida con llantos y lamentos, pero nadie la consideraba extranjera. “Es ley de vida”, decían los adultos, dando un apretón de manos a los familiares del difunto. A finales del siglo XIV, Pere March, padre del gran Ausiàs, había escrito: “Al punt que hom naix comença de morir”. Cinco siglos después, la gente pensaba lo mismo: nacer era empezar a morir. Padres y abuelos habían sufrido la bárbara y sangrienta Guerra Civil. Se tenía perfecta noticia de las matanzas de la Primera y la Segunda Guerra Mundial, en las que se fabricó la muerte en cantidades industriales.
Todo el mundo tenía parientes que morían de lo que en catalán se llamaba un mal feo. Pequeños ataúdes blancos acomodaban la muerte infantil, muy frecuente. La pobreza era muy visible. La crueldad del fuerte, aceptada; y respetada. Lo que hoy llamamos bullying era habitual. Los franquistas mandaban sin reparos. Los débiles y los perdedores se aguantaban.
Los sesenta le dieron la vuelta a todo con la popularización de la penicilina y los antibióticos, la revolución del seiscientos, la música yeyé, la generalización de duchas y bañeras, los tu­ristas, la universidad, la televisión. El estallido de las clases medias. La du­reza cedió el paso a una vida al baño maría. Los brutales juegos infantiles de la calle dejaron paso a las colecciones de cromos y sellos, a los patines, a las escuelas de fútbol. Las familias comenzaron a proteger a los hijos, que crecieron sanos, leídos y mimados. De repente, no toleraban la incomodidad, la espera, el deseo insatisfecho. El ­supermercado es la metáfora de estas generaciones: mil productos al al­cance, mil oportunidades laborales, mil camas para el placer, mil restaurantes que visitar. Mil vidas en una ­sola: ¡reinvéntate!
Nacimos cuando el mundo antiguo se acababa, hemos disfrutado de un confort que ni el más rico habría ­imaginado y ahora reconocemos aquella perdida muerte frecuente, que re­gresa del pasado. Los abuelos de ­antes repetían a menudo que lo peor estaba por venir. No eran pesimistas. Simplemente, organizaban la vida partiendo de un hecho inevitable: ­tarde o temprano llega el momento de la enfermedad y la muerte. El coro­navirus es portador de viejas noticias. Cada sociedad lleva en su seno la ­semilla del final y cada uno de nosotros está destinado al olvido. También nos refresca la memoria de la pérdida súbita, la caída irreparable, el desca­labro imprevisto.