El día en que terminó el confinamiento, como todo hijo de vecino, cogí la bici y sali escopeteado de casa a dar una vuelta por el bosque, me llamó la atención la cantidad ingente de personal variado que a pié, en bici, corriendo, o practicando trecking, medraba por el bosque y con mucho colorido, familias enteras, todos con su bici antes nunca vistas, se arrastraban lentamente subiendo hacia Matadepera. Incluso me encontré a uno con un patinete eléctrico.
Como hace 65 años que hago estos recorridos periurbanos con la bicicleta, más o menos tengo controlado el tràfico que se mueve por estos caminos, según cual sea el dia de la semana, y la impresión és que este habia aumentado y mucho. Sobre este tema escribe Puigverd en la vanguardia de hoy, del paraíso infernándose:
"Nunca se había visto tanta gente por los bosques, campos y prados del país. Si durante el confinamiento, la naturaleza y los animales reconquistaron el territorio, ahora retroceden asustados, como aquel jabalí que me encontré el otro día en un hayedo, al atardecer: huyó de mí a la carrera, resoplando, como ante la visión del demonio. El Pirineo y, en general, el mundo rural están viviendo un boom turístico. No todo es crisis con la Covid-19: las casas rurales están haciendo literalmente el agosto, los apartamentos de montaña suben los precios sin vergüenza, el alquiler de autocaravanas ha agotado las existencias. En remotos claros de bosque, me he cruzado con más ciclistas, coches y autocaravanas que con jabalíes, cuervos o salamandras.
La pandemia ha acentuado una tendencia de los últimos años, que lleva a la gente a buscar temperaturas más agradables, a huir de las concentraciones urbanas, a estar en contacto con “lo verde y lo natural”, a correr por cumbres y riscos y, en general, a idealizar los prados y el agua de pozas y torrentes en detrimento de las aceitosas playas masificadas en las que, mientras dure la pandemia, habrá que hacer cola para entrar.
En remotos bosques, hay más ciclistas y coches que jabalíes o salamandras
La depredación de la costa es visualmente hiriente (no hace mucho visité las playas de Begur, que cuando yo era pequeño eran las más bonitas del mundo, y se me cayó el alma a los pies viendo como las han dejado destrozar). Aquella depredación se está exportando a la montaña. No me quejo. ¿De qué podría quejarme, si yo también soy una termita? Formo parte de la masificada condición humana y contribuyo inevitablemente a horadar todos los paisajes. Para poderlos admirar, colaboro, quiera que no, a destruirlos.
¿Es posible evitar la destrucción? En una novela convertida en filme de cierto éxito, La costa de los mosquitos (Tusquets), Paul Theroux sostiene, mediante un relato de endiabladas aventuras, que el intento de combatir la sociedad depredadora y consumista puede desembocar en una forma más demencial, si cabe, de barbarie. Ahora bien, en una entrevista en La Contra de nuestro diario, Theroux, especializado en literatura de viajes, subrayaba: “Siempre que un sitio gana fama de paraíso, se va al infierno”. Este es el riesgo de las zonas rurales y de montaña. Infernar.
Si en la costa hay colas para bañarse, en nuestras cumbres, una multitud de montañeros, equipados con plásticos coloristas, avanzan en fila india como las orugas, que progresan en tozuda procesión para secar y anihilar el pino que debe alimentarlas.
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