Con una mirada podemos ver estrellas que están a miles de millones de kilómetros, pero no podemos ver lo que hay a medio metro bajo nuestros pies - PLÀCID GARCIA-PLANAS


Fue uno de los primeros y extraños sepelios permitidos al inicio de la pandemia, el pasado 4 de abril, en un cementerio pegado a las pistas del aeropuerto de El Prat. Un amigo fotógrafo se enteró y, con los cementerios sellados como cárceles, esperamos en la puerta. Abrieron el candado sólo para ese ataúd. No pudieron asistir más que los tres hijos de la persona muerta por el virus. Ellos, con delicadeza, entendieron la delicadeza de cierto periodismo y dejaron que los acompañáramos. Llegué al cementerio ignorando si enterraban a un hombre o a una mujer. Y, sin saber ni siquiera su nombre –dejamos las preguntas para el final–, cuando empujaron el ataúd hacia el interior del nicho me entró una sensación que no había experimentando antes. La sensación de que nos estaban sepultando a todos.

Nunca me han fascinado los cementerios. Son aburridos. Sus ángeles, inmóviles, son duros como la piedra. No vuelan. No pueden volar. Sólo los podemos volatilizar, y volatilizados –no por la erosión del tiempo, inevitable, sino por nosotros, del todo evitables– los he visto en tres puntos de los Balcanes.

Una vez vi proyectiles de mortero romper lápidas en un cementerio de Sarajevo: solo el ser humano bombardea a sus muertos. Unos años después encontré un templo que había llovido sobre su cementerio: dinamitaron la iglesia de San Miguel de Kijevo, en Krajina, y sus piedras volaron por el cielo y cayeron sobre los muertos, demoliendo ángeles y lápidas, rasgando el monumento a los caídos en la Primera Guerra Mundial, hecho todo de estalactitas. De la talla de San Miguel solo encontraron la cabeza. Pero lo más parecido a cómo acabará probablemente el universo –los restos de todos los cuerpos celestes serán devorados por agujeros negros, colosales máquinas desintegradoras que a su vez acabarán desintegradas, con la energía tan esparcida que por el cosmos solo quedará vagando un gas diluido de fotones de luz incapaz de alimentar ningún proceso– lo encontré en un cementerio de Prilep, una ciudad de Macedonia: la volatilización perfecta de los ángeles.

Vi a unos niños jugando al fútbol en un descampado. Me acerqué para ver las extrañas piedras que habían arrastrado para marcar las porterías... “Paul Herm...” (el resto era ilegible), se veía grabado en una de las piedras que hacían de poste. “Jörg F. Hempelmann”, se leía en la otra piedra que delimitaba el espacio para triunfar o perder. Los niños estaban jugando sobre un cementerio devastado, el cementerio más grande de soldados alemanes caídos en el sur de los Balcanes durante la Primera Guerra Mundial. Chutando sobre una tierra compacta y un abismo de huesos.

El segundo cementerio alemán de Macedonia, en Bitola –Monastir en los libros de historia–, tuvo más suerte: nadie había arrancado ninguna lápida, pero había gitanos que saltaban la maciza muralla de piedra circular –diseñada por un arquitecto de la Bauhaus– para organizar dentro peleas de perros.

Hablé con Mile Petrovski, que hizo de traductor para las tropas alemanas de la OTAN en Kosovo y al que encargaron que se ocupara del cementerio alemán. Segó los hierbajos y preguntó a los gitanos por qué organizaban esas jaurías justo entre esas tumbas. “Porque es un lugar cojonudo para las peleas de perros”, le contestaron.

El ejército alemán entró en Kosovo en 1999, su primera misión de combate fuera de Alemania desde la Segunda Guerra Mundial. Y allí, en la hermosa ciudad de Prizren, acribilló a dos serbios que previamente les habían disparado. Algo difícil de olvidar: los mató debajo de mi habitación del hotel Theranda. Fue asomarme al balcón y ver los cadáveres de las primeras personas que el ejército de tierra alemán mataba fuera de Alemania desde el hundimiento del Tercer Reich.

Mile, el jardinero del cementerio alemán, acompañó un día a varios oficiales germanos al triturado camposanto de Prilep.

–Al ver aquello, algunos lloraron –me dijo.

–¿Lloraron físicamente? –le pregunté.

–Sí, físicamente.

En el otro extremo de la Gran Guerra, en Thiepval, el memorial a los británicos caídos en la ofensiva del Somme –veinte mil muertos y dos mil desaparecidos en un solo día, y hubo muchos más días– vendían yoyós Thiepval. ¿Frivolización de esa infinita fosa común? Quizá los soldados hundidos en esas trincheras, si hubieran podido alargar la mano hasta el siglo XXI, de todos los souvenirs habrían escogido el yoyó y habrían jugado para matar el tiempo antes de que el tiempo los matara a ellos: acabarían bajo tierra, y lo sabían.

Con una simple mirada podemos ver –y sentir– estrellas que están a miles de millones de kilómetros, pero no podemos ver –ni sentir– lo que hay a medio metro bajo nuestros pies. Cuenta Robert Macfarlane en su último libro –Bajotierra (Random House)– que el vacío emigra a la superficie, y explica que el pueblo saami, allá en Laponia, cree que el subsuelo es una inversión perfecta del reino humano: los pies de los muertos, que tienen que caminar cabeza abajo, tocan los pies de los vivos, que caminan cabeza arriba.

Como si, corriendo cabeza abajo, los soldados del káiser jugaran al fútbol con los niños de Prilep.

Cioran, en un documental, confesaba que de pequeño le gustaba jugar al futbol con calaveras.