Nuestro mundo es hoy como la catedral de Notre Dame horas antes de que el incendio comience. Necesitamos urgentemente un nuevo contrato social para evitar el incendio total que amenaza a la humanidad.
En la noche del 15 de abril de 2019, mientras los bomberos de París intentaban frenar el fuego que devoraba Notre Dame, cientos de parisinos se agolpaban a orillas del Sena para rezar y cantar el Ave María ante la destrucción de su catedral. Muchos lloraban, algunos arrodillados, al ver cómo las llamas acababan con una de las joyas mundiales del gótico, símbolo de Francia y de la cultura europea. Sabían perfectamente que con sus rezos no podrían parar la tragedia, pero la calidez del cántico en común les reconfortaba. Quizá no haya en los últimos años una metáfora tan impactante, como la de aquellas imágenes, que muestre la extrema fragilidad que rodea a lo humano y que comienza a presidir un horizonte cada vez más oscuro. Las catedrales fueron construidas para perdurar por los siglos de los siglos, pero en apenas unas horas el emblema de Notre Dame se consumió en medio de la impotencia y la resignación. Lo que se creía sagrado, ajeno a los embates del tiempo, se perdió sin remedio.
Nuestro mundo es hoy como la catedral francesa horas antes del incendio. El informe del IPCC de las Naciones Unidas sobre el cambio climático ha sido contundente: si no transformamos ahora, y de manera radical, nuestros patrones energéticos y de consumo, la humanidad estará abocada en los próximos años a una catástrofe continua. ¿Seremos capaces de frenarla? Para ello, se nos advierte, hemos de parar inmediatamente la máquina del sistema económico capitalista que devora sin cesar recursos escasos, energías contaminantes y vidas cada vez más invivibles. Es decir, avanzar hacia un nuevo contrato social que de momento no tiene visos de materializarse por la resistencia del gran capital, la ausencia aún de un movimiento político global que lo fuerce o la emergencia de las nuevas potencias, como la India, que exigen ahora los beneficios de una industrialización que ellas no pudieron disfrutar en su momento. Pero hay otros dos problemas de fondo, estructurales, en los que querría ahora detenerme, ya que sin afrontarlos creo que tampoco podremos superar el mayor desafío de nuestro tiempo.
Primero, y a diferencia posiblemente de quienes rezaban ante Notre Dame, el materialismo de la sociedad contemporánea ha conseguido ocultarnos nuestra débil condición humana. La antigua lección de los clásicos se ha olvidado: somos seres finitos, que habitamos por poco tiempo un planeta finito, y nuestras glorias y ambiciones pronto pasarán y no serán recordadas. La única esperanza que tenemos, como la que tenían quienes construyeron la catedral, es la de que nuestras obras y acciones perduren. Pero ahora, pertrechados con smartphones, el hombre y la mujer del siglo XXI parecen vivir en una constante y agotadora rueda de hámster repleta de consumo, inmediatez, rapidez, mudanzas y falta de tiempo y sosiego. Es la inconsciencia continua de quienes, sonámbulos de la realidad, no se percatan de la fragilidad de todo lo que les rodea. Si la temperatura media del planeta se incrementa 3 grados, nos advierte la comunidad científica, la mayor parte de España será prácticamente inhabitable. Nosotros, hámsteres laboriosos e hiperconectados, ¿nos imaginamos que un día nuestros descendientes no puedan disfrutar de las casas, las calles y las plazas en las que hemos vivido hasta ahora? ¿Podremos seguir extasiándonos con las obras de Vivaldi si perdemos la noción de las estaciones del año? Aquello que antes creíamos sagrado, que durante poco tiempo, en la infancia quizá, todavía veíamos como eterno, puede desintegrarse como hicieron las bóvedas de Notre Dame. Si esa posibilidad no nos preocupa es porque, henchidos de un materialismo individualista atroz, no somos capaces ya ni de entonar un cántico en común de lástima y condena. - Gabriel Moreno González para el diario.es
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