EL ÁRBOL DEL MUNDO



El árbol del mundo es una reflexión muy personal de Xavier Mas de Xaxàs sobre la condición humana en un presente convulso. A partir de su experiencia como periodista, el autor aborda realidades como la guerra de Putin, el auge de China o el poder transformador de la tecnología. El libro arranca con una historia en el norte de Irak que, 29 años después, hoy resuena en Ucrania.

Tenía 26 años en abril de 1991 cuando subí al circo de Isikveren, un lugar remoto de Anatolia a 2.000 metros de altura que servía de frontera entre Irak y Turquía. Estados Unidos acababa de derrotar a Sadam Husein en Kuwait y alentado la revuelta de los kurdos y chiíes contra el dictador. Cuando lo hicieron, Sadam los aplastó. Los kurdos huyeron y se refugiaron en Isikveren, a donde llegaron primero en automóvil y luego a pie, desde Erbil, Mosul, Dahuk y Zakho, atravesando las llanuras orientales del Tigris y subiendo las laderas meridionales de la cordillera de Hakkari.

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El primer día que subí allí me encontré con un cabo del ejército turco con un fusil de asalto cruzado sobre la espalda y un palo con el que golpeaba a los niños, las mujeres y los hombres que se arrodillaban sobre sacos rotos de grano, aguantando el castigo mientras recogían toda la ayuda humanitaria que podían. Los más afortunados se habían hecho con fardos de mantas y comida que pesaban más de veinte kilos. Cuando las varas no eran suficientes, los militares lanzaban piedras o disparaban al aire.

Aquella mañana me fijé en un joven que estaba en el suelo, de rodillas, protegiendo con los brazos lo que había conseguido. Me devolvió la mirada y se puso en pie, me sonrió y justo en ese momento una bala le perforó el pecho. Se desplomó al instante, con los ojos muy abiertos y las manos sujetando las galletas, el chocolate y la leche en polvo.

Un silencio muy espeso cayó entonces sobre nosotros, los refugiados y los soldados. Nadie se movió ni habló durante unos segundos que me parecieron horas. Un oficial turco dio finalmente la orden de replegarse y sus hombres obedecieron.

El joven yaciente aún sonreía o eso, al menos, me parecía a mí. Era la primera vez que veía a una persona abatida. No me atrevía a moverme y no podía dejar de mirarlo. La herida tenía el tamaño de una moneda, pero no sangraba. Era un agujero oscuro en un suéter también oscuro. Le brillaban los ojos, tenía las manos muy sucias, el pelo enmarañado y el pie derecho mal torcido. Tres hombres se lo llevaron y luego llegaron las mujeres con sus lamentos agudos, largos y sostenidos..

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