Muchos jóvenes en Occidente se están quedando ciegos. Y lo más asustador es que, aunque ciegos, siguen viendo. Nadie podía imaginar que nos pasaría esto. Los profesores, que trabajamos con la mirada de la gente e intentamos ser algo así como mapas vivos del atlas del conocimiento, nos encontramos con una juventud cada vez más tuerta en lo que respecta a su visión del mundo. Son personas maravillosas, llenas de posibilidades, pero ya no ven muchas cosas. Muchas no: muchísimas. Así de sencillo. - Gabriel Magalhães
Como soy uno de esos candidatos a viejo que desconfían de los escepticismos gruñones que vienen con la edad, suelo confirmar este desastre educativo con otros profesores. Un compañero me comentaba la semana pasada que había tenido que cambiar todas sus clases porque los alumnos ya no lo acompañaban. Una profesora francesa me dijo que, en sus cursos de literatura, hay estudiantes que apenas habían leído. El fenómeno es arrollador, de dimensiones colosales, y se agranda y ahonda con el paso del tiempo.
Hoy, paseando para distraer la tristeza, me he dado cuenta de que la visión del mundo se ha ido reduciendo a un ritmo que puede equipararse al modo como las pantallas se han ido estrechando. Primero, la llamada gran pantalla cinematográfica, que todavía era un buen horizonte. Después, la ventana televisiva, más limitada. Y, finalmente, con las pantallas del ordenador y de la tableta como puentes, el móvil, que le ha dado a nuestra alma la mísera dimensión de un sello de correos. El mundo se ha empequeñecido en esta danza de reflejos, y los teléfonos inteligentes son a veces cuchitriles donde se crea un enorme vacío que se parece mucho a la estupidez.
En Ensayo sobre la ceguera, la tremenda parábola de José Saramago, la gente perdía la visión y se zambullía en una niebla blanca. En nuestro caso, las personas siguen viendo, pero solo lo que cabe en la caja de cerillas de su teléfono. Después nos encontramos con muchos jóvenes que se han criado así, dando palos de ciego a lo largo de su biografía: buscando el buen empleo que no encuentran, la plenitud que se les escapa. Tropezando tristemente en los muebles del vivir. Ven, pero no columbran. Tienen ojos para algunos pasos, pero no la mirada amplia necesaria para un rumbo de largo recorrido. En cierto sentido, son bonsáis humanos, que difícilmente podrán salir de las macetas tecnológicas en las que han crecido.
En el caso portugués, a este gran drama educativo, que va camino de transformarse en una auténtica tragedia, se añade un acto, un episodio más: a través de comisiones de evaluación externa, presuntamente científicas, el poder político presiona a las universidades para que encontremos una manera de aprobar a estos alumnos como sea. Algo que ya se practica en la enseñanza secundaria hace tiempo. Una carrera universitaria puede ser cerrada por el ministerio en el caso de que no se haga lo que estas comisiones ordenan. Con el tiempo, si esto sigue así, los profesores fingiremos que enseñamos, y los estudiantes fingirán que aprenden. En muchos casos, eso es lo que los jóvenes han hecho antes de entrar en las aulas universitarias. Se está generando, pues, una enorme estafa pedagógica, algo parecido a las trapisondas económicas que dieron origen a la terrible crisis del 2008. Dentro de unos años, Portugal tendrá un elevado porcentaje de ciudadanos con formación superior, pero eso será tan real como los fondos del banco Lehman Brothers cuando quebró. Estamos transformando la vieja, secular ignorancia ibérica en ignorancia titulada.
Yo también voy cambiando mis clases, claro. Ya no se pueden soñar ciertos viajes mentales en las aulas, incluso en las universitarias, sino, sencillamente, intentar transmitir lo más básico: los puntos cardinales, los continentes, los océanos del conocimiento. Y todo hay que repetirlo y repetirlo, machacarlo, porque no cabe fácilmente en el panorama intelectual de quienes tenemos ante nosotros, a gente enganchada en la miniatura existencial del juego, del chisme o de la foto colgada en WhatsApp. Este es un tema al que hay que volver: esta cabalgada de las valquirias de la ignorancia que recorre el mundo occidental. Las tecnologías de la comunicación se están transformando, en muchos casos y debido a un uso equivocado de sus grandes posibilidades, en peligrosos caballos de Troya, de los cuales salen riadas de un vacío mental que puede ser el prólogo de una nueva barbarie.
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