Resultaría manifiestamente exagerado afirmar que el rojipardismo es un bluf. O, por decirlo con el lenguaje de otra época, un tigre de papel. Haberlo, haylo, pero no estoy seguro de que se encuentre particularmente presente entre nosotros (caso distinto es el de Italia, donde lo han teorizado autores como Diego Fusaro). En todo caso, lo que es un hecho es que también aquí se habla cada vez más del asunto, y tal vez con eso baste para dedicarle una pequeña reflexión.

El término rojipardo parece inscribirse en una tendencia, cada vez más extendida en el espacio público de nuestro país, que bien merecería ser calificada de etiquetismo, y que tiene como principal función la de obviar el discurso y la reflexión acerca de cualquier propuesta a base de calificarla con un término tan repleto de connotaciones negativas, que toda la carga de la prueba recaiga no sobre el acusador sino sobre el acusado. No estoy diciendo, claro está, que ello constituya un fenómeno por completo nuevo, pero sí que parece estar adquiriendo una considerable importancia en nuestros días.

Los rojipardos son, por definirlos con las palabras de Joaquín Estefanía, “quienes abogan por políticas de izquierdas en la esfera de la economía, al tiempo que se alinean con la extrema derecha en las tradiciones, las guerras culturales y en la cuestión nacional”. Así caracterizado, el rojipardo constituiría una figura tan curiosa como contradictoria que, en principio, debería tener serios problemas argumentativos para justificar su posición: ahí es nada ser a la vez, y sin pestañear, de extrema derecha y de extrema izquierda según convenga en según qué temas.

Pero el problema real, como apuntábamos, no se plantea en el plano de la argumentación sino, por así decirlo, en el de la adscripción. Cosa que comprobamos de inmediato cuando vemos por qué motivos concretos se les atribuye a algunos dicha condición pardusca . Pensemos en el último aspecto mencionado por el exdirector de El País , la cuestión nacional. En Catalunya, sin ir más lejos, resulta habitual que quien se manifiesta de manera pública en contra de las tesis independentistas, por más inequívocamente demócrata e incluso de izquierdas que pueda llegar a ser, de inmediato reciba el calificativo de facha –en definitiva, pardo– .

Cosas parecidas cabría sostener respecto a los debates feministas (si aceptamos subsumirlos bajo el rubro de “guerras culturales”). En ellos, es frecuente que las que discrepan de la tesis queer según la cual la condición de mujer no pasa de ser una opción en la que la dimensión biológica resulta poco menos que irrelevante reciban de inmediato, por parte de feministas de las últimas olas, el reproche de tránsfobas, esto es, pardas. Por más extenso pedigrí que aquellas puedan presentar como luchadoras por los derechos de las mujeres. O por más que su discrepancia esté sólidamente argumentada. Buena muestra de ello la proporciona Amelia Valcárcel, quien ha escrito, con su imbatible ironía: “Desde 1993, el sexo ha entrado en insolvencia ontológica”.

La expresión “poner la venda antes que la herida” suele utilizarse para designar el exceso de prudencia. Tal vez habría que darle curso legal a la expresión “poner la etiqueta antes que la argumentación” para denominar la actitud de quienes preguntan qué piensa el adversario para decidir qué tienen que pensar ellos. - ¿Es usted un ‘rojipardo’? - Manuel Cruz - lavanguardia.com