Han pasado ya treinta años desde la muerte en vísperas olímpicas, de Joan Fuster, y se cumplen ahora cien –será el próximo miércoles– de su nacimiento. En vida, Fuster fue considerado el gran intelectual del ámbito de habla catalana por quienes apreciaron su pensamiento ilustrado, afilado, escéptico, bienhumorado, reflejado en una constelación de ensayos y aforismos. También sus detractores­ contribuyeron a elevarle: un año después de la publicación de No­sal­tres els valencians (1962), su efigie fue ya quemada en las Fallas.

Tras su desaparición, Fuster se vio sumido en un progresivo silencio. No debe atribuírsele culpa en ello: son gajes de la muerte, que entre otras consecuencias tuvo la de retirar de la escena pública cotidiana a quien fue tan locuaz y omnipresente; a quien se convirtió en un faro intelectual que proyectó su luz sobre el país. Todo ello, sin salir apenas de su casa de Sueca, donde a veces recibía a las visitas en pijama y batín, con el sempiterno pitillo­ entre los dedos amarillentos, desbordante de “agudeza inquieta, ner­viosa y apasionada”, por decirlo a la manera de Josep Pla en el homenot que le dedicó.

Merece la pena volver a Fuster y revisar su ideario, divulgado mediante una prosa transparente, cuidada pero en absoluto afectada, y siempre tremendamente eficaz. Algunos de sus intereses, desde el marxismo hasta el pancatalanismo, no han visto colmadas sus esperanzas en estos últimos treinta años. Los herederos de dichas causas las han llevado por caminos pedregosos y revirados, rumbo a distintas formas de degradación o frustración. (“Un fracaso no se improvisa”, advirtió en su día nuestro autor.)

Pero, en lo esencial, el pensamiento de Fuster, su observación y estudio de la condición humana, en la línea de Montaigne­, y su insobornable libertad, en la línea de Voltaire, siguen con­formando una visión del mundo que es fruto de una inteligencia singular, inquisitiva, infatigable, poderosa y fértil.

“Uno solo se siente realmente solo cuando no tiene nada en que pensar o bien cuando teme pensar en algo”, dijo Fuster. Acaso estas palabras basten para explicar su estado de reflexión permanente, que le llevó muy pronto a abandonar el ejercicio de la abogacía para encerrarse en su casa biblioteca (donde llegó a reunir hasta 25.000 volúmenes), dedicarse a leer y escribir sin tasa (porque “morir –decía– debe ser dejar de escribir”) y, en consecuencia, considerar el sueño como una bendición y como “la única forma incruenta de vivir”.

A diferencia de tantas personas que creen que tener ideas, convicciones o principios equivale a acarrear un pensamiento cerrado y blindado frente a estímulos exteriores de interés, Fuster apostó siempre por la duda (porque la posibilidad del error no le parecía excusa suficiente como para privarse del riesgo intelectual) y por la contradicción (en la que depositaba sus esperanzas). Sin renunciar al disfrute sensorial, convencido de que cinco sentidos corporales no bastaban y que había que reivindicar más. Y sin renunciar tampoco al pragmatismo: “No escribas versos sobre la muerte. Es inútil. Redacta tu testamento, que es mucho más práctico”.

Sorprende asimismo en Fuster la vigencia extrema de alguno de sus aforismos. Decía de los adversarios políticos que “os acusarán de no hacer lo que deberíais hacer, y de hacerlo si lo hacéis”. Y ­decía de una revolución tecnológica que entonces difícilmente podía intuirse –o, al menos, no en su actual dimensión transformadora– que, “en tiempos de cibernética, lo importante es saber parar la máquina”.

Además de añoranza, la ausencia de Fuster propicia algunas preguntas incó­modas. Por ejemplo, estas: ¿quién ocupa hoy su lugar?, ¿quién ejerce en nuestra sociedad su labor­ de conciencia crítica, no a base de doctrina, jeremiadas u otras formas de anemia intelectual, sino a base­ de pensamiento ambicioso, siempre insatisfecho y libre de banderas partidistas? Son preguntas, además de incómodas, de difícil respuesta. Mientras damos con ella, podemos aprovechar el tiempo releyendo a Fuster. “Mi posteridad será de papel”, escribió el de Sueca. Y en eso no se equivocó. - lavangurdia.com