Las elecciones norteamericanas han reactivado el debate sobre la proliferación de noticias falsas y el uso de las redes sociales como transmisores de opiniones. El espíritu de trinchera ha prevalecido, tanto entre los que inicialmente interpretaron una derrota como mal menor como entre los que, ebrios de expectativas, no supieron valorar los resultados obtenidos. Desde la distancia, parecía que ganadores y perdedores intercambiaban sus respectivos papeles, azuzados no por la aritmética inicial de los votos sino por el espectáculo de unas percepciones previas a la votación.

Ver cómo, por pura impaciencia, se analiza como victoria una posible derrota –y viceversa– crea cierta perplejidad entre los que, al ir a votar, agradecemos la asepsia de los resultados como antídoto contra el exceso de interpretaciones. Es como si, a través de una tendencia prefabricada, se nos previniera de la importancia de las interpretaciones que, a posteriori, quieren reescribir la historia y modificar la narrativa del presente. Hasta ahora, y contra la tentación del autoengaño o la propaganda entendida como elemento corrector de la actualidad, las cifras de votos se imponían como un dique racional.

Al final opinamos sobre multitud de temas en los que nunca habíamos reparado. Quizá por eso, se insiste en mantener la inercia de las expectativas para perpetuar el espectáculo más allá de las evidencias. Si esta moda cuaja, los votos irán perdiendo capacidad de blindaje y serán completados con el sufragio, más discutible, de las opiniones. Que todos los votos tengan el mismo valor es una garantía, sobre todo en los países en los que votar no es obligatorio. Eso evita el peligro del despotismo y del clasismo. En el ámbito de la opinión, en cambio, la democratización que, a través de los medios de comunicación clásicos o modernos, multiplica las oportunidades de expresarse es más discutible. Como método para crear adicciones tecnológicas y expropiar los datos de los usuarios de pantallas diversas, se halaga la opinión. Y, de paso, se la convierte en un factor de participación que nos invita a estar a favor o en contra o a que nos gusten o detestemos cuestiones en las que nunca habíamos reparado. Nos seducen a través de la demanda de nuestra opinión no para que les interese sino porque es la llave para obtener algo inconfesable. La espiral es perversa porque, al final, acabas pensando en multitud de temas que, en forma de pregunta, encuesta, falsa polémica o globo sonda, nunca te habías planteado. En este contexto de inflación de la demanda, apetece adoptar una actitud de disidencia preventiva y resistirse a tener demasiadas opiniones. Porque, aunque se haya devaluado mucho, el voto aún puede influir en la realidad mientras que la opinión –y esta columna es un buen ejemplo de ello– no cambiará nada. Lo decía Georg Christoph Lichtenberg, un gran maestro a la hora de opinar: “Nada contribuye tanto a la paz del alma como no tener ninguna opinión”. - SERGI PÀMIES.