EL DERECHO A LAS GRANDES PALABRAS

La obscenidad de la violencia se normaliza y la impotencia se extiende. ¿Cuál ha de ser la inspiración que guíe nuestra indignación y dolor? - Paula Kuffer 23/10/2023

Hoy arde Gaza, arden las casas, arden los cuerpos. Las imágenes abrasadoras llegan a nuestros dispositivos y diseminan la violencia ante nuestros ojos acostumbrados a bombas, golpes y violaciones en la pantalla. Hamás las difunde, del mismo modo que los telediarios occidentales emiten los ataques militares israelíes. La obscenidad de la violencia se normaliza y la impotencia se extiende. También las redes arden de comentarios tajantes que juzgan y condenan la violencia de uno u otro bando, sin contemplar que la violencia es una. Podemos revestirnos de grandes palabras como valores o libertad, que en realidad cualquiera de los adversarios hace suyas. Sin embargo, la palabra paz no se escucha estos días de violencia inusitada, seguramente porque la paz siempre significa ante todo una renuncia, que en estos momentos ninguna de las partes implicadas está dispuesta a asumir. Hoy el círculo de la violencia se abisma y siembra de muertos las historias de las familias. Son heridas imposibles de asir en las imágenes o los juicios, heridas que atravesarán muchas vidas presentes y por venir, un origen que seguramente será imposible de enunciar para quienes lo vivieron e imposible de imaginar para los que lo sufrirán como marca de su futura identidad. La violencia no solo se padece en primera persona, sino que reverbera más allá de la propia muerte, aunque sea un legado que nadie quisiera ofrecer ni heredar. “La herida –como titula Laura Llevadot su último libro– existía antes que yo”.

La tierra simbólica de Israel es el dolor y el recuerdo de la injusticia. Es la enseñanza ética del judaísmo, muy anterior al Holocausto y los pogromos que recorren como un fantasma la historia de Occidente. Más allá de las fronteras de un Estado, más allá de las nacionalidades y las lenguas, el dolor de aquellos que nos precedieron se erige en guía de la conducta moral: el dolor del otro se revela como propio. Y, sin embargo, un Estado es un Estado. No siempre y no todos los judíos se han inclinado por un Estado. Si al judío se lo ha perseguido por ser “el otro” –y aquí sin duda resuenan “todos los otros”, gitanos, negros, trans, homosexuales, socialistas... todos aquellos a quien la hegemonía excluye para volver a incluirlos en forma de objeto de odio y explotación–, puede resultar comprensible cierta desconfianza del Estado.

Mientras unos alegan defender su Estado, otros pretenden fundarlo; pero todos hacen de la violencia desbocada su principal instrumento

El Estado contemporáneo se define por ejercer el monopolio de la violencia. Cuenta con la potestad de hacer uso de ella, con lo que presupone, de este modo, que existe una violencia legítima, o cuanto menos autorizada. Obviamente, es el propio poder instituido el que determina los usos legítimos de la violencia en su orden jurídico. La ley del Estado de derecho autoriza la violencia siempre que esté en su mano –como la de la policía o el Ejército, o incluso la pena de muerte–, y a la vez condena la del individuo cuando hace uso de ella por cuenta propia (fundamentalmente porque pone en jaque su monopolio). La amenaza de la ley y su castigo pende sobre todos, con papeles o sin papeles. En cambio, el mandamiento abrahámico reza “No matarás” y no requiere de la amenaza del castigo, se avanza al acto, pues no se puede aplicar una vez consumado. Es una pauta de comportamiento para la acción del sujeto, no una condena posterior que juzga. El asesinato revolucionario del tirano tampoco encuentra en este marco justificación, pues no solo atenta contra la vida singular del otro, sino que niega la posibilidad de una existencia justa al quebrantar el mandamiento. Más allá de la sacralidad de la vida del otro, se impone el mandamiento previo y la renuncia a la violencia ante uno mismo.

Walter Benjamin va más lejos en su análisis de la violencia y, en su crítica de 1921, tras el primer estallido de violencia técnica de la Gran Guerra que inauguró la época de las contiendas de “carácter deportivo”, que registran las acciones militares como récords, y en un ambiente marcado por los intentos de golpe de Estado y las huelgas, dice que el Estado de derecho está atravesado por la violencia de arriba abajo: tanto la fundación como la conservación del derecho tienen como medio la violencia. En estos días se puede observar la colisión de ambas violencias que luchan por instituir, o restituir, su legitimidad. Mientras unos alegan defender su Estado, otros pretenden fundarlo; pero todos hacen de la violencia desbocada su principal instrumento. Frente a la violencia del Estado legitimada por el derecho o la violencia que aspira a uno nuevo, Benjamin propone una retirada: la huelga o la diplomacia.

La vulneración del derecho por parte del Gobierno de Israel no es solo una amenaza para su propio Estado, una militarización de su ya frágil democracia –que muestra precisamente su debilidad en su violencia aplastante–, sino para todo Estado de derecho, porque cuestiona su monopolio de la violencia. La primera reacción europea, poco después corregida, puede leerse como un síntoma de la conciencia de una violencia que se le escapa al derecho. Quizá por eso intentó ubicar dentro de la ley la agresión del Gobierno de Israel, porque vio amenazado su propio derecho a la violencia.

El ataque indiscriminado del Gobierno de Israel a la población civil de Gaza en estos momentos, la amenaza de muerte por tierra, mar y aire, supera los límites de los convenios y regulaciones internacionales que gestionan la violencia y el derecho a la defensa, que, tan afines a legitimarla cuando la protagoniza el Estado, en esta ocasión no pueden alojar semejante desproporción. Las vulneraciones del derecho internacional son crímenes de guerra y atentan contra los derechos de esa Humanidad que debía protegerse después de la violencia de la Segunda Guerra Mundial. Hoy presenciamos en directo bombardeos y cadáveres de aquellos a los que supuestamente el derecho internacional tendría que haber amparado. Muchas y diversas voces autorizadas han denunciado crímenes contra la humanidad en la contestación al acto terrorista perpetrado por Hamás. Zakhor, Israel; recuerda, no seas víctima del olvido, tú también.

En su respuesta, un Estado de derecho no puede quedar al margen de la ley en su defensa o protección. La población civil israelí ha sido víctima del ataque más letal y sangriento infligido por parte de un grupo terrorista desde la fundación del Estado en 1948. La crueldad de las imágenes grabadas por los propios asesinos remite a un odio desaforado que hace difícil pensar en tácticas y estrategias, sino más bien en un goce siniestro que se repite viralmente en las imágenes de los vídeos. Más allá de las abstracciones geopolíticas, la violencia siempre recae sobre los cuerpos.

No hay nada hoy más revolucionario que la interrupción de la violencia.

Nadie podrá decir a estas alturas que no sabía. La mecha de la violencia estaba encendida. ¿Qué va a salir de todas estas cenizas? ¿El ave Fénix volverá a alzar el vuelo, como se pregunta Michael Marder en Piropolítica, un mundo en llamas? En una época que agoniza y amenaza con acabar para siempre con la historia de la humanidad –una primera vez única– ¿cómo puede ser que la conciencia del final nos deje indiferentes? La absurdidad de la existencia, las apelaciones a una violencia atávica, estructural o pulsional son explicaciones que quizá no basten para salir del círculo la violencia. Tampoco la condena de la violencia es suficiente para que desaparezca, si acaso eso es posible. La libertad no es su opuesto, sino más bien la responsabilidad ante el mal que uno puede ejercer. La escena devastada se repite, fantasmática, como los restos de un impulso que solo puede conducir hacia más muerte. Y, sin embargo, no hay nada hoy más revolucionario que la interrupción de la violencia.

¿Cuál ha de ser la inspiración que guíe nuestra indignación y dolor? Quizá únicamente se pueda aprender del fracaso, de esos intentos –como los hoy tan lejanos Acuerdos de Oslo, por ejemplo– que aspiraron a la transformación de la realidad. La potencia de esos fracasos sigue pendiente de actualización, como una exigencia espectral que alude al deseo de justicia. La memoria no es una losa pesada y melancólica, sino más bien una oportunidad de ruptura mucho más radical que cualquier promesa de liberación futura. La catástrofe ya es el mundo en el que vivimos, sentenció Benjamin; pero también dijo que la utopía es una función de la memoria. En 1940, después de haber pasado por el campo de Nevers, donde los franceses confinaron a los alemanes víctimas del nazismo, el filósofo dedicó sus últimas reflexiones al concepto de historia. El tema no parece una elección baladí para quien debía de estar convencido que no le quedaban muchas páginas por escribir. Ante el fascismo hegemónico y el estado de excepción que siempre rige para los oprimidos, Benjamin exhorta a una escritura de la Historia capaz de abandonar la espiral de la violencia: un gesto de memoria que escape del presente y a la vez haga presente el testimonio de ese fracaso que pudo haber sido, que abra las estancias del pasado en este ahora crítico y les dé otra oportunidad. No hay nostalgia, sino una enunciación política que apunta a la conciencia del dispositivo en el que inevitablemente nos encontramos, pues somos resultado de esa violencia misma desde la que intentamos decir. No nos queda más que el aprendizaje de la decepción; volver a fracasar, fracasar mejor. Hacer de la ausencia el centro de nuestra política, hacernos una herencia que nos haga más libres.

Paula Kuffer es profesora de Filosofía contemporánea en la Universidad de Barcelona.

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