«Y sin duda nuestro tiempo... prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser... Lo sagrado para él no es sino la ilusión, pero lo profano es la verdad. Más aún, lo sagrado se agranda a sus ojos a medida que decrece la verdad y que la ilusión crece, tan bien que el colmo de la ilusión es también para él el colmo de lo sagrado.» - Feuerbach.

Esta es la época de la desconfianza. Todas las grandes instituciones socializadoras son discutidas, subvertidas o burladas. Familia, escuela, religión y polis (la ciudad, la política) han perdido la capacidad de tejer y cohesionar a la sociedad. La familia no es ya la gran educadora. En los niños de 10 o 12 años, todavía púberes, pesa infinitamente más, lo que imponen las redes que la recomendación de las madres. La crisis de la institución escolar responde a muchos factores: a la pérdida de la auctoritas del profesor, al desprestigio del conocimiento y el esfuerzo, al fetichismo de la novedad, al antagonismo entre el teléfono y el libro. Etcétera. La implosión de la escuela es muy anterior al catastrófico informe PISA, del que en estos días se habla tanto. Dejaremos de hablar de educación. Cada nuevo escándalo eclipsa al anterior. Sabemos desde hace años que la enseñanza está averiada. Nos da igual. Nos aburriremos y cambiaremos de tema.

Perdida en Europa la transmisión intergeneracional, las religiones cristianas, cuestionadas desde la Ilustración, fueron las primeras en caer. Ahora también están cayendo otras instituciones, no por muy ilustradas menos combatidas. En efecto, como se vio con los antivacunas, muchas ramas de la medicina y la ciencia son cuestionadas por el sentimentalismo, la sospecha o la nostalgia naturalista. El paciente da lecciones al médico. No son pocos los ingenieros (por citar una profesión racional) que buscan terapias naturopáticas. Mientras la ciencia es cuestionada, la técnica progresa (IA) y la ética colectiva desaparece.

El votante hace mucho que dejó de creer en la democracia. Hablar de política es ahora una pasión identitaria copiada del fútbol. Como los ultras de cada equipo, los fanáticos de uno y otro signo ideológico se pelean en Twitter. Mientras, la mayoría de la población desconfía de los líderes. Seamos sinceros, ¿quién confía en Aragonès, Sánchez, Scholz o Biden? Ni siquiera sus votantes, sometidos al mal menor.

También las instituciones sociales, económicas o comerciales han perdido la reputación. ¿Bancos? ¿Clubs de fútbol? ¿Universidades? ¿La bolsa? Hoy está de moda esta marca, y mañana será satirizada. Ahora bien, ¿acaso son menos discutidos el bitcoin, los influencers, las figuras mediáticas? Hoy están arriba y mañana pasan por la guillotina de las redes. Acabamos de ver lo fácil que es destruir la reputación de una reina.

Todo es sospechoso, todo es discutido. Ya ni la verdad de los hechos puede ser objetivada. Mentiras, relatos y posverdades cuestionan los hechos objetivos. La confusión es espectacular. Ahora bien: ninguna sociedad puede sobrevivir al recelo continuado, ninguna sociedad puede resistir mucho tiempo en completa confusión. La desconfianza responde a factores generales: a las trampas que el sistema económico se hizo a sí mismo (arruinándonos) en 2007-08. A las trampas que se hace la política, prometiendo lo que no puede dar. Al aislamiento individual, al nihilismo de bolsillo que promueven los creadores culturales, al dominio abrumador de las redes sociales, a la cultura de la queja, a la sobreprotección de la infancia, a las oscuras perspectivas económicas, al pesimismo ecológico, a la irrefrenable hipocondría... Si con todos estos factores no bastara, la publicidad, el periodismo y los políticos fabrican a diario diluvios de confusión. Las sociedades occidentales se han metido en un laberinto. ¿Qué futuro construiremos, si ya no compartimos más que ruido y furia? - Antoni Puigverd.