El progresivo cinismo con el que se abusará de la inteligencia artificial pondrá a prueba nuestra capacidad de distinguir entre la verdad y la mentira. Para que se vayan preparando, les propongo aquí, queridos lectores y lectoras, un pequeño ejercicio mental. A ver si saben cuál o cuáles de las siguientes tres frases son fake y cuál o cuáles son reales.

Los expresidentes de gobierno españoles Mariano Rajoy, José Luis Rodríguez Zapatero y José María Aznar comparecieron en un escenario esta semana para proclamar su repudio conjunto a los insultos, las mentiras y la difamación en la política.

Los expresidentes de Estados Unidos Donald Trump, Barack Obama y George W. Bush proclamaron esta semana su repudio conjunto a los insultos, las mentiras y la difamación en la política.

Los expresidentes de Uruguay Pepe Mujica, Luis Alberto Lacalle Herrera y Julio María Sanguinetti proclamaron esta semana su repudio conjunto a los insultos, las mentiras y la difamación en la política.

Confío en que la mayoría haya acertado: las primeras dos son falsas; la tercera es la buena.

Es que acabo de viajar a Uruguay, un trayecto de trece horas hacia un mundo mejor, un país definido por la ONU y otros como el segundo en democracia, transparencia y seguridad del continente americano, después de Canadá. La semana que pasé en Montevideo me ofreció una visión de civilización democrática deliciosamente ajena a la barbarie que consume el discurso político en España, donde vivo, y en Estados Unidos, cuya demencia trumpista me hipnotiza.

La manida palabra polarización se queda corta para describir lo que se vive en Estados Unidos y España, por no hablar del resto de América Latina, en particular de Argentina, donde hace rato que los políticos emplean la rabia como medio preferido de expresión. En Uruguay la polarización sería un fenómeno desconocido si no fuera que algunos leen las secciones internacionales de sus diarios. Lo que les define allá es el consenso, virtud de la que no dejan de jactarse.

A los tres expresidentes uruguayos les une la idea de cuidar su democracia y evitar el contagio de fuera

Les ofrezco como ejemplo el taxista que me recogió en el aeropuerto. Es un tópico lo del taxista que le explica su país a un periodista extranjero, pero lo curioso aquí fue lo diferente que fue la actitud de mi conductor a la de los miles con los que he conversado por el mundo durante años. Lo habitual son las quejas, casi siempre desde el capitalismo puro que la solitaria profesión de taxista ejemplifica. El que me tocó en Uruguay fue, encima, un exsoldado.

Lo más lejos imaginable de un votante de Vox, o de Trump, Claudio me dijo que estaba muy a favor de la llegada reciente a su país de inmigrantes venezolanos y cubanos (“trabajan duro y aportan mucho”) y se extendió con orgullo sobre lo fraternales que son las relaciones entre políticos opositores y lo honesto que es el sistema uruguayo. Mientras hablaba y hablaba se me vino a la mente una frase que oí una vez y pensé: Uruguay debe de ser un país de fanáticos moderados.

El encuentro esta semana que juntó a los expresidentes Mujica, Lacalle y Sanguinetti me confirmó la impresión. No fue ni el primero que han celebrado los tres en público ni será el último. Ante unas elecciones generales que se celebrarán en octubre de este año, se han lanzado a una especie de roadshow por su país. Aunque discrepan en las recetas que proponen para el bienestar general, el mensaje del trío siempre es el mismo. Mujica es de izquierdas, Lacalle de centroderecha y Sanguinetti algo entre medias, pero lo que tienen todos en común es la profunda convicción de que hay que cuidar la democracia uruguaya y evitar el contagio de fuera, especialmente el que proviene del otro lado del Río de la Plata.

“El compromiso nacional va más allá de los sellos partidarios”, declaró Mujica. “Por eso estamos acá, esta especie de sindicato raro que no existe en ningún país del mundo: para intentar ayudar a las nuevas generaciones y que, a pesar de todas las diferencias, mantengan altura y que preserven ese capital que yo llamo ‘nosotros’”.

Lacalle Herrera recomendó “a los protagonistas de la campaña electoral contar hasta 10 antes de contestar algo que se les atribuye o una crítica”. Y agregó: “Los que somos del oficio sabemos que después del último fin de semana de noviembre va a haber un gobierno que espero que me guste a mí… pero, me guste o no, es el gobierno, y entonces reservémonos por él un poquito de cariño y respeto”.

Sanguinetti, el primer presidente democrático tras una dictadura militar que cayó en 1985, dijo que estaba “totalmente con los compañeros”. “Por eso estamos acá, para que no nos arrastren las marginalidades de las redes, las marginalidades de la política, la marginalidad de la sociedad, y que discutamos lo que tenemos que discutir, que discutan los candidatos, que discutan los partidos, los parlamentarios y no dejarnos arrastrar a todos esos debates laterales, que desde el anonimato de las redes… de la viralización de una foto que ahora no sabemos si es real o si se hizo con la inteligencia artificial, que no nos dejemos arrastrar en el debate por esas fuerzas y esos fenómenos que allí están”.

Hablé con varios expertos uruguayos, entre ellos el propio Mujica, para que me contaran cómo han logrado evitar que la política se reduzca a un juego sucio sin reglas en el que la responsabilidad de gobernar para el bien común se vuelve, como parece ser el caso hoy en España, un tema secundario, casi olvidado.

Las respuestas fueron tres: los uruguayos no se inventan problemas innecesarios (pienso en España y los dramas alrededor del independentismo catalán); patentaron la socialdemocracia en América Latina hace cien años (los suecos vinieron a aprender de Uruguay), y viven desde hace tiempo en el país más ateo del continente. Como feliz consecuencia, me explicaron, en Uruguay no son cautivos de aquellos antiguos hábitos mentales absolutistas, cargados de indignación moral, que caracterizan a tantos políticos españoles, sean creyentes o no.

Fue refrescante la experiencia uruguaya y por eso volví a España hace unos días como volvía de Canadá a Estados Unidos cuando vivía en Washington: con la sensación de que regresaba a la jungla. A eso agregué, desde mi lado español, una triste mezcla de envidia y vergüenza. - John Carlin en la vanguardia.