FUERA DE LUGAR

Mientras leo banales informaciones sobre los Juegos de París, recuerdo algo social que se produjo en una barriada obrera de Marsella hace unos treinta años. Unos recién llegados musulmanes, carentes de servicios propios, sacrificaban a la manera halal los corderos en las bañeras de los pisos de los bloques a los que habían ido a parar. Las tuberías de aquellos edificios se embolsaban a menudo con la sangre y otros desperdicios, lo que provocaba serios problemas sanitarios y de olor. Los obreros autóctonos que habían entrado con relación a la vecindad con los recién llegados se quejaron a sus dirigentes políticos y sindicales, socialistas o comunistas, y obtuvieron como respuesta una reflexión moral: “Deben ser solidarios con los recién llegados”, reflexiona Antoni Puigverd.

Dado que aquellas prácticas persistieron y los problemas de convivencia se cronificaron, el discurso paternalista de los dirigentes de izquierdas provocó una fuerte reacción negativa, que fue aprovechada por Jean-Marie Le Pen, un mediocre militar vinculado a las últimas batallas del colonialismo francés. Le Pen puso al día la ideología de la Francia antisemita de Vichy y proyectó sobre magrebíes y africanos emigrados el malestar de las clases populares francesas en el inicio de lo que solemos llamar globalización. Los ciudadanos de ese barrio marsellés pasaron de votar comunista a votar extrema derecha. Mientras la gauche caviar, universitaria, sesentaochista y de buen nivel de vida predicaba un discurso favorable a la inmigración, la clase obrera, inculta y precarizada, veía cómo empeoraba su vida, ya inicialmente limitada: del precio del suelo en la escuela de los niños, de los centros sanitarios en la densidad de los parques. Del malestar de los guetos de acogida salió el primer lepenismo; y del malestar de los guetos de llegada ha surgido el islamismo y la conflictividad. Sin un verdadero ejército de policías no serían posibles el orden y la seguridad del París olímpico. Francia ha pasado 40 años componiendo música barata sobre la nación: mientras unos idealizan el mestizaje, otros lo rechazan frontalmente. ¿Resultado? Una Francia desnortada. Un sistema electoral pensado para centrar el país, en realidad, lo está dividiendo irreversiblemente. Fermenta entre nosotros ese mismo problema, que Francia había anticipado. La conciencia agonística de la identidad aparece cuando el individuo se da cuenta de que no cuadra en ninguna casilla. Cuando descubre que debe violentar sus sentimientos, que debe reescribir su memoria o anular una parte de su experiencia. El fenómeno migratorio (¡y el turístico!) obliga a los occidentales a reescribir su legado íntimo. Cada vez hay más individuos que, barridos radicalmente sus orígenes, no acaban de encontrar un lugar donde arraigar de acuerdo a las pautas de normalidad que llevan a la memoria. Cada vez son más los inmigrantes que la economía global expulsa de su entorno familiar y que desembarcan en territorios donde conocerán a la extrañeza y vivirán fuera de lugar. Y son cada vez más los autóctonos que ya no reconocen el paisaje humano que les rodea. Todo el mundo empieza a estar fuera de sitio.

En breve, las sociedades occidentales ya no contendrán ninguna nación dominante, ninguna normalidad cultural, ningún patriotismo cohesionador. Una infinita gama de identidades (nacionales, étnicas, sexuales, de género) pugnan por imponerse. El contexto histórico es de franca hostilidad interna. El problema no son los líderes: Trump, Macron, Sánchez. El problema es de fondo. En todo Occidente existen perspectivas reales o simbólicas de guerra civil.

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