"La mujer del mercader, joven y aburrida, duerme sola. Hace diez meses que él zarpó de la isla mediterránea de Cos rumbo a Egipto y desde entonces no ha llegado ni una carta desde el país del Nilo. Ella tiene diecisiete años, todavía no ha dado a luz y no soporta la monotonía de la vida apartada en el gineceo, esperando acontecimientos, sin salir de casa para evitar murmuraciones. No hay mucho que hacer. Tiranizar a las esclavas parecía divertido al principio, pero no es suficiente para llenar sus días. Por eso le alegra recibir visitas de otras mujeres. No importa quién llame a la puerta, necesita desesperadamente distraerse para aligerar el peso de plomo de las horas. Una esclava anuncia la llegada de la anciana Gílide. La mujer del mercader se promete un rato de diversión: su vieja nodriza Gílide es deslenguada y dice obscenidades con mucha gracia.
—¡Mamita Gílide! Hace meses que no vienes a mi casa.
—Sabes que vivo lejos, hija, y tengo ya menos fuerzas que una mosca.
—Bueno bueno —dice la mujer del mercader—, a ti aún te quedan fuerzas para darle un buen achuchón a más de uno.
—¡Búrlate! —contesta Gílide—, pero eso queda para vosotras las jovencitas.
Con una sonrisa maliciosa, con astutos preámbulos, la anciana desembucha por fin lo que ha venido a contar. Un joven fuerte y guapo que ha ganado dos veces el premio de lucha en los Juegos Olímpicos se ha fijado en la mujer del mercader, se muere de deseo y quiere ser su amante.
—No te enfades y escucha su propuesta. Lleva el aguijón de la pasión
clavado en la carne. Concédete una alegría con él. ¿Te vas a quedar aquí, calentando la silla? —pregunta Gílide, tentadora—. Cuando quieras darte cuenta, te habrás hecho vieja y las cenizas se habrán zampado tu lozanía.
—Calla calla…
—¿Y a qué se dedica tu marido en Egipto? No te escribe, te tiene olvidada, y seguro que ya ha mojado los labios en otra copa.
Para vencer la última resistencia de la chica, Gílide describe con labia todo lo que Egipto, y especialmente Alejandría, ofrecen al marido lejano e ingrato: riquezas, el encanto de un clima siempre cálido y sensual, gimnasios, espectáculos, manadas de filósofos, libros, oro, vino, adolescentes y tantas mujeres atractivas como estrellas brillan en el cielo".
He traducido libremente el principio de una breve pieza teatral griega escrita en el siglo III a.c. con un intenso aroma de vida cotidiana. Pequeñas obras como esta seguramente no se representaban, salvo algún tipo de lectura dramatizada. Humorísticas, a veces picarescas, abren ventanas a un mundo proscrito de esclavos azotados y amos crueles, proxenetas, madres al borde de la desesperación a causa de sus hijos adolescentes, o mujeres sexualmente insatisfechas. Gílide es una de las primeras celestinas de la historia de la literatura, una alcahueta profesional que conoce los secretos del oficio y apunta, sin dudar, al resquicio más frágil de sus víctimas: el miedo universal a envejecer. Sin embargo, a pesar de su talento cruel, Gílide fracasa esta vez. El diálogo acaba con los insultos cariñosos de la chica, que es fiel a su marido ausente, o tal vez no quiere correr los terribles riesgos del adulterio. ¿Se te ha reblandecido la mollera?, le pregunta la mujer del mercader a Gílide, pero, por otra parte, la consuela ofreciéndole un trago de vino.
Junto al humor y el tono fresco, el texto es interesante porque nos descubre la visión que la gente común y corriente tenía de la Alejandría de su época: la ciudad de los placeres y de los libros; la capital del sexo y la palabra.
La leyenda de Alejandría no dejó de crecer. Dos siglos después de que se escribiera el diálogo de Gílide y la chica tentada, Alejandría fue el escenario de uno de los grandes mitos eróticos de todos los tiempos: la historia de amor de Cleopatra y Marco Antonio. Roma, que para entonces se había convertido en el centro del mayor imperio mediterráneo, era todavía un laberinto de calles tortuosas, oscuras y embarradas cuando Marco Antonio desembarcó por primera vez en Alejandría. De pronto, se vio transportado a una ciudad embriagadora cuyos palacios, templos, amplias avenidas y monumentos irradiaban grandeza. Los romanos se sentían seguros de su poder militar y dueños del futuro, pero no podían competir con la seducción de un pasado dorado y del lujo decadente.
Con una mezcla de excitación, orgullo y cálculos tácticos, el poderoso general y la última reina de Egipto construyeron una alianza política y sexual que escandalizó a los romanos tradicionales. Para mayor provocación, se decía que Marco Antonio iba a trasladar la capital del imperio de Roma a Alejandría. Si la pareja hubiera ganado la guerra por el control del Imperio romano, hoy tal vez los turistas acudiríamos en manadas a Egipto para fotografiarnos en la Ciudad Eterna, con su Coliseo y sus foros. El infinito en un Junco (fragmento) Irene Vallejo.
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